Lecturas
¿Sabía usted que la Plaza de San Francisco recibió en cierta ocasión el nombre oficial de Plaza de Key West? Pues sí. Ocurrió en 1947, en tiempos del alcalde Nicolás Castellanos Rivero, y aunque se colocó en dicho espacio una tarja con la nueva denominación, los habaneros parecieron no enterarse de ella y continuaron llamándole Plaza de San Francisco.
¿De San Francisco? En sus comienzos no pudo llevar ese nombre, pues la plaza existía antes de 1559 y no fue hasta 1584 cuando comenzó a construirse el convento, un edificio de grandes proporciones cuyas obras concluyeron en 1591, aunque no quedó listo hasta después de una amplia reforma que se extendió entre 1731 y 1738, para ser consagrado al año siguiente.
En 1841 el Gobierno español confiscó los bienes de las comunidades religiosas y los frailes franciscanos debieron abandonarlo; buscaron asiento entonces en Guanabacoa y en la iglesia y convento de San Agustín, hoy, de San Francisco, en la esquina de Cuba y Amargura. El viejo convento, con su templo, pasó a ser depósito de mercancías y desde 1856 funcionaron en sus áreas el Archivo General de la Isla y la Aduana de La Habana. En 1907 fue ocupado por la Dirección de Correos y Telégrafos y, luego de una acertada restauración, albergó la Dirección de Comunicaciones, llamada después Secretaría y luego Ministerio, hasta su traslado a la Plaza Cívica, hoy de la Revolución, en 1957, cuando se inauguró el llamado Palacio de las Comunicaciones.
Después de 1959 se manejó la idea de instalar allí un museo de historia colonial. Nada se hizo en ese sentido y el edificio sirvió de almacén hasta que dio albergue a la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos, de la Oficina del Historiador de la Ciudad, que lo restauró con esmero.
El 17 de noviembre de 1995 concluyeron las obras de restauración del claustro norte del convento, que le devolvieron su aspecto original. Antes, el 4 de octubre de 1994, terminó la restauración de la Basílica Menor de San Francisco de Asís.
Hoy el convento da albergue al Museo de Arte Sacro, con una valiosa colección que incluye, en lo fundamental, imágenes del siglo XVIII, así como piezas de carácter religioso como las zapatillas y la capa pluvial de Dionisio Rezino y Ormachea, primer Obispo Auxiliar de Cuba, bordadas en México en el siglo XVII, en seda, hilos de oro y piedras preciosas. La muestra tiene importantes piezas de marfil (siglos XVIII y XIX), una colección de hallazgos arqueológicos, procedentes en buena medida de las excavaciones realizadas en el propio edificio, y una amplia representación de la orfebrería y el mobiliario religiosos de épocas pasadas.
La Basílica Menor de San Francisco de Asís, dedicada a la música coral y de cámara, es una de las mejores salas de concierto de la ciudad.
La Plaza de San Francisco también se llamó, por breve tiempo e igualmente sin éxito, Plaza de Fernando VII. La Plaza de Armas fue originalmente la Plaza de la Iglesia, por la Parroquial Mayor que se asomaba a ella y que ocupaba el espacio donde se erigió después el Palacio de los Capitanes Generales.
A partir de 1581 se hacen sentir las graves diferencias entre Gabriel de Luján, gobernador de la Isla, y Diego Fernández de Quiñones, alcaide del Castillo de la Fuerza, por la supremacía en el mando de la guarnición de la fortaleza, que era ya de 200 elementos. Quiñones ocupó la Plaza de la Iglesia para que la tropa hiciera sus ejercicios militares y el lugar empezó a llamarse Plaza de Armas, con el desconsuelo de la vecinería, que perdió el espacio que dedicaba al comercio y a la recreación.
Fue entonces que el Cabildo decidió la compra de un terreno para el asiento de una nueva plaza, pero la adquisición no se efectuó por falta de dinero. La plaza siguió siendo la de Armas, aun cuando pasado el tiempo, los soldados de la Fuerza dejaron de hacer allí su entrenamiento y del destino a la que la forzó el belicoso Quiñones no quedó más que el nombre.
En 1955 se desalojó del centro de la Plaza de Armas la estatua de Fernando VII, el rey felón, el más odiado de los monarcas españoles, emplazada allí en 1834. En su lugar se colocó la imagen de bulto de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, obra del cubano Sergio López Mesa; una estatua de mármol, de tamaño heroico, en la que el personaje aparece de pie, con la indumentaria de su época y la cabeza descubierta, erigida sobre el mismo pedestal de la estatua del monarca, que se guardó primero en los almacenes del Museo de la Ciudad y se colocó luego en el portal del Palacio del Segundo Cabo, hasta que pasó al portal del mencionado museo.
Céspedes, duele decirlo, no tiene en La Habana el monumento digno de su grandeza. En 1900 se creó la Asociación Pro Monumento a Céspedes y Martí, pero se levantó solo el del Apóstol, en el Parque Central habanero. En 1919, a iniciativa de don Cosme de la Torriente, coronel del Ejército Libertador y canciller de la República, el Congreso votó una ley en la que se consignaban 175 000 pesos para erigirle el monumento. Nada se hizo. En 1923 el Ayuntamiento de La Habana acordó, a propuesta de la revista Cuba Contemporánea, dar el nombre de Carlos Manuel de Céspedes a la Plaza de Armas.
La plaza que nosotros llamamos Vieja fue, en su tiempo, la Plaza Nueva. Se formó, dice el historiador Arrate, en 1559, cuando ya existían la Plaza de la Iglesia y la de San Francisco. El historiador Pérez Beato afirma que fue Plaza Nueva con relación a la de la Iglesia, porque San Francisco no existía. Quizá existiera, comenta otro historiador, Emilio Roig, solo que San Francisco, en sus comienzos, no era más que una pequeña faja de tierra sin edificios. Precisa el autor de La Habana: Apuntes históricos: «una angosta faja de terreno situada entre la calle de los Oficios y la Marina, a modo de playa, faja que se extendía entre el atrio de la iglesia y la calle de la Lamparilla».
Asegura Roig que San Francisco fue el mercado público hasta que este, por petición de los franciscanos, se trasladó a la actual Plaza Vieja. A pesar de haber salido de allí el verdadero mercado, San Francisco fue durante la Colonia el centro de la vida comercial y de toda clase de transacciones, «lugar de espera, carga y descarga de los carretones que acudían al muelle y a los almacenes que rodean aquel lugar; depósito de mercancías y frutos… Por ella desembarcaban también los inmigrantes que venían de la Península a hacer dinero en América o a morir de fiebre amarilla sin haber logrado sus ansias de riqueza».
Como la de San Francisco, también llevó esta el nombre de Fernando VII. En verdad, ha tenido no pocos nombres a lo largo de su dilatada existencia: Plaza Nueva, Plaza Real, Plaza Mayor, Plaza de Roque Gil, Plaza del Mercado, Plaza de la Verdura, Plaza de la Constitución, Plaza de Cristina, Plaza de la Concordia, Plaza Vieja y Parque Juan Bruno Zayas. En 1835 el gobernador Miguel Tacón construyó en el centro de la plaza un edificio cuadrangular de mampostería que se destinaría a mercado: el Mercado de Cristina, en homenaje a la entonces reina española. La Plaza Nueva empezó a ser Vieja cuando a partir de 1640 se construyó la Plaza Nueva del Cristo. Desde 1814 funcionó aquí, de manera extraoficial, un mercado, y en 1836 Tacón dispuso que se llamara Mercado del Cristo al conjunto de casillas que ordenó construir en el lugar.
En San Francisco se localizaba la llamada Casa de Aróstegui, residencia de los gobernadores españoles desde 1763 hasta que se construyó el palacio de los Capitanes Generales. Y en la esquina de Oficios y Amargura se halla el palacete que fue de los sucesores del IV Marqués de San Felipe y Santiago, donde en 1798 se alojó parte de la comitiva de los duques de Orleáns, que más tarde ocuparían el trono de Francia. Hoy es el hotel Marqués de San Felipe y Santiago.
No pocas familias principales de la Colonia residieron en la Plaza Vieja. Sobresale entre ellas la de los condes de San Juan de Jaruco. El tercer conde, don Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, fue en su tiempo (1769-1807) el hombre más rico de Cuba. Pero era iluso y poco práctico. Acometió grandes empresas y casi todas fracasaron; pese a que carecía de escrúpulos, su capital decrecía y las deudas aumentaban. Cuando falleció, legó a su hijo mayor la inmensa fortuna, para la época, de nueve millones de pesos, condicionada por una deuda de siete millones que en el testamento le obligaba a honrar. Don Joaquín es el padre de la muy célebre Condesa de Merlin, autora, en 1844, de un libro delicioso, fruto de una breve visita a la Isla, Viaje a La Habana.
En opinión de especialistas, en la Plaza Vieja se edificaron algunas de las más bellas mansiones coloniales. Algunas de ellas resistieron el paso del tiempo. Su armonía constructiva y dignidad arquitectónica bien merecen el trabajo de restauración al que las sometieron en los años de 1990, cuando la demolición de un parque soterrado que allí se construyó en 1952 dio impulso a las labores de remozamiento del centro histórico. Sus vecinos la tuvieron siempre como la principal plaza de la villa.
En ella se hicieron las proclamaciones reales hasta los comienzos del siglo XIX y tuvieron lugar múltiples hechos que matizaron el día de la ciudad. En 1942 se propuso que se erigiera allí un monumento a los masones caídos en las luchas por la independencia, ya que fue ese el espacio donde, en 1820, los miembros de la masonería, portando todos sus atributos, salieron en manifestación a fin de proclamar públicamente su adhesión a la libertad y la justicia.
Mucho se ha trabajado en estas plazas. La Plaza de la Catedral queda para una página posterior. En la de Armas acaba de restaurarse el palacio del Segundo Cabo. El hotel Marqués de San Felipe y Santiago de Bejucal abre sus puertas en San Francisco, al igual que el edificio de la Lonja del Comercio, construido en 1909 y transformado en 1996 en un inmueble inteligente, con una superficie rentable de 9 000 metros cuadrados.
El Planetario y la Cámara Oscura, en la Plaza Vieja, entusiasman a grandes y chicos. Allí están además la Fototeca de Cuba y el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, y, en el orden de la restauración, el café El Escorial y la Factoría de Maltas y Cervezas, así como La Victrola, exitoso establecimiento del sector no estatal donde se concilian la buena cocina, un mejor servicio y el buen gusto.
Los restos mortales del Caballero de París, personaje popular de La Habana de siempre, fueron inhumados en el convento de San Francisco. En una de las puertas de ese edificio que da a la calle Oficios, se colocó la escultura en bronce en la que el artista cubano José Villa Soberón atrapó al personaje. Una nueva leyenda le surgió a La Habana Vieja a partir de ella. Se dice que a quien, desde detrás de la estatua, logre tocarle con una mano la punta de la barba y con la otra uno de sus dedos, le sonreirá la fortuna. Parece que no es fácil conseguirlo, pero vale la pena intentarlo.