Lecturas
Reina sigue siendo Reina, aunque desde 1918 esa importante calzada del municipio de Centro Habana lleve el nombre oficial de Avenida de Simón Bolívar. Lamentablemente el uso y la costumbre actuaron aquí negativamente. Perduró uno de sus nombres coloniales, y casi nadie la conoce con el honroso nombre del Libertador, que ha quedado relegado a documentos más o menos oficiales.
Se le llamó primero Camino de San Antonio, por conducir al ingenio San Antonio el Chiquito, propiedad del regidor Don Blas de Pedroso, que existía en la zona de la actual Plaza de la Revolución. Fue, desde la ciudad, el camino principal de salida hacia el campo hasta 1735, cuando se construyó el primer puente de Chávez que posibilitó la salida por la Calzada del Monte. Partía ese camino de la antigua calle Real (Muralla), atravesaba el Campo de Marte (en lo que hoy es la zona del Parque de la Fraternidad), enlazaba con lo que sería Carlos III y seguía hasta el citado ingenio. En 1751, al construirse una ermita consagrada a San Luis Gonzaga en la esquina con la llamada Calzada de la Beneficencia (Belascoaín), se le comenzó a llamar con este nombre, San Luis Gonzaga. La ermita fue demolida en 1835, en tiempos del capitán general Tacón, por constituir un obstáculo para la construcción del llamado Paseo Militar o de Tacón (Carlos III o Salvador Allende) y unirlo a Reina.
Cuando Carlos III estuvo listo, fue un paseo espléndido para los habaneros de mediados del siglo XIX salir en volanta desde las inmediaciones del Castillo de la Punta y seguir, gracias a la Alameda o el Paseo del Prado, hasta el Campo de Marte, hoy Plaza de la Fraternidad, dar vueltas en torno a la Fuente de la India y continuar el recorrido por Reina y Carlos III hasta el Castillo del Príncipe para desandar el recorrido.
Se cuenta que en la esquina de Águila estaba «el mentidero», placer sombreado con un semicírculo de bancos donde se reunían por la tarde los viejos y los políticos a formar tertulia y beber el refresco de sambumbia que se ofertaba en las inmediaciones. En esa misma zona funcionaba, desde 1817, un mercado construido de casetas de madera y guano en su mayoría, y donde también se encontraba una fonda, propiedad de Francisco «Pancho» Marty, el contratista del Teatro de Tacón, el hombre que tenía el monopolio del pescado en La Habana. Colgaba en una de las paredes de esa fonda un cuadro del Neptuno, primer barco de vapor que vino a La Habana, en 1819, y esa imagen terminó dándole nombre a esa casa de comidas y a todo el mercado, encuadrado en las calles de Reina, Galiano, Dragones y Águila. Ese mercado lo construyó Tacón para mejorar las condiciones del mercado primitivo de casetas de madera y guano. Llevaba el nombre de Tacón, pero todo el mundo lo conoció hasta fechas muy recientes como Plaza del Vapor. Es el sitio donde hoy se asienta el parque El Curita, sobrenombre de Sergio González, militante del Movimiento 26 de Julio asesinado por sicarios batistianos. El lugar es un importante nudo del transporte urbano.
Es en 1844 cuando esta calle ganó el nombre de Reina, Calzada de la Reina, en homenaje a Isabel II, la hija de Fernando VII, que un año antes había comenzado a regir los destinos de España y sería una mujer de infausta memoria por sus intrigas, desaciertos políticos y liviandades. Isabel II, la de los tristes destinos y los alegres amores.
Aunque maltratada hoy por el paso del tiempo y la desidia, esta concurrida arteria comercial fue conocida como la Reina de las Calles, sobrenombre con que la promocionaban los comerciantes asentados en ella. Comienza con el bellísimo Palacio de Aldama (Reina número 1) y termina más allá de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, la edificación de carácter religioso más alta de Cuba.
Corre desde la calle Amistad hasta Belascoaín. Entre una calle y la otra existen o existieron importantes establecimientos comerciales como los almacenes de Ultra y Sears, convertido este último en el Palacio Central de Computación. La redacción y los talleres de los periódicos El País y Excélsior, en el número 158. La casona marcada con el número 352, en la esquina con Lealtad, del más puro estilo Art Nouveau y donde durante largos años se ubicó la redacción de la revista Cuba. También la Cámara de Comercio china, en el número 161. El local, con el número 402, de la ya desaparecida Policía Secreta y, en el 362, la también extinguida Escuela Elemental de Artes Plásticas, anexa a San Alejandro. El narrador y periodista Enrique Labrador Ruiz, «el novelista hecho en la redacciones», como él mismo se llamó, habitó durante largos años en el número 107, donde atesoraba una de las bibliotecas particulares más grandes de que se tenga noticia en Cuba. Y ya que se habla de libros, imposible dejar de mencionar la librería Canelo, en el 259, emblemática en lo que a la compraventa de textos de segunda mano se refiere, donde el escribidor conversó varias veces con el novelista de La sangre hambrienta, a quien conoció en casa del poeta José Zacarías Tallet.
Por no dejar de haber, existió allí, en el número 306, la funeraria Vega Flores, y una ferretería, en el número 319, a la que todos seguimos identificando por los apellidos de sus fundadores, Feíto y Cabezón. En los altos de este establecimiento funcionaba un comedor popular. Contrario a lo que muchos piensan aún, Al Bon Marché, número 467, no fue solo un expendio de artículos religiosos, sino librería y juguetería que, al igual que Los Reyes Magos, de Galiano y San Miguel, podía exhibir siempre las últimas novedades en juguetes. En el número 314 de esta calle funcionó la célebre 1010, emisora del Partido Socialista Popular (Comunista), donde debutaron o hicieron sus primeras armas muchos artistas perdurables.
La Calzada de Reina fue y sigue siendo en alguna medida, una vía eminentemente comercial, sin que soslaye por eso la función habitacional y de servicio.
Un levantamiento apresurado y posiblemente incompleto arroja que en 1958, entre otros establecimientos, en dicha calle abrían sus puertas 17 tiendas por departamentos, 13 joyerías, diez peleterías, seis casas de venta de efectos eléctricos, dos mueblerías, una locería, una colchonería y tres sastrerías, entre ellas, la número 61, El Arte, donde laboró el legendario Comandante Camilo Cienfuegos.
Asimismo, había cuatro salones de belleza, entre ellos, el número 82, el de Joseíto El Mago, el Rey del desriz. Y seis casas de huéspedes, cuatro tiendas de víveres y licores finos, ocho restaurantes con bares, dos dulcerías, tres librerías, tres clínicas o dispensarios médicos, un dentista, un laboratorio farmacéutico, dos salas cinematográficas, seis estudios fotográficos y un gabinete de escultura y decoración.
Habría que incluir además ocho bufetes de abogados. El Conservatorio Peyrellade, en el número 453; el convento de María Reparadora, en el 409; y en Reina 303, el Juzgado Municipal del Sur.
De niño, siempre los sábados por la tarde, iba con mi madre a Los Precios Fijos, una tienda por departamentos con peletería, quincalla, almacén de tejidos y taller de confecciones. La fachada del edificio daba a Reina, pero tenía también entradas por las calles Águila y Estrella. En días como esos, esa tienda, al igual que casi todas las otras de La Habana, estaba abarrotada. Sin embargo, no se hacía cola en esta ni en ninguna, ni se preguntaba quién era el último, sino que el cliente, digamos mejor, la clienta, se arrimaba al mostrador y esperaba que la empleada la atendiera por el orden que la propia empleada establecía. Mi familia tenía allí una tarjeta de crédito que le permitía comprar y pagar en el plazo convenido.
Siempre encontraba la manera, en aquellos sábados por la tarde, de asomarme al patio central del Palacio de Aldama. El inmueble pertenecía desde mucho tiempo antes a una de las siete ramas de la opulenta familia Mendoza, pero casi todos los comercios que abrían al patio llevaban el nombre del propietario original. Había una cafetería Aldama, una peletería Aldama y, para no variar, un salón de belleza también Aldama.
Enfrente, el edificio imponente de la Sears Roebuck and Company S.A., comercio minorista de artículos varios, una de las cinco filiales en Cuba de firmas norteamericanas bajo el control del grupo financiero de Chicago, cuya casa matriz de igual nombre era entonces la mayor cadena de tiendas de EE.UU. y la principal entre todos sus intereses. Me aficioné tanto a la Sears habanera que hoy, cuando visito Estados Unidos, hago las compras en establecimientos de esa entidad, donde, para mi sorpresa he encontrado, entre las vendedoras, no pocas seguidoras de esta página.
Caminando por Reina hacia Belascoaín, por la acera de la izquierda, se hallan los Almacenes Ultra, otra gran tienda de La Habana de ayer y de hoy. Luis y Lizardo González, hermanos oriundos de Sagua la Grande dedicados al comercio de tejidos, la fundaron en 1938, en el mismo sitio donde se encuentra ahora. Tenían un socio comanditario, el español César Rodríguez, que no demoró en controlar el negocio. Los activos totales de Ultra superaban los cuatro millones de pesos y sus ventas anuales oscilaban entre los tres y los cuatro millones, mientras que las utilidades pasaron de 86 700 pesos, en 1956, a 151 000 en 1959.
Permítame el lector una digresión. Todavía en los años 80 eran espectaculares los sándwiches del bar El Polo, en Reina y Ángeles. Cuando el dinero no alcanzaba, echábamos mano a los bocaditos de queso del cafecito de Reina y Escobar.
Una tarja de bronce rememora el lugar donde cayó abatido por la fuerza pública Francisco «Paquito» González Cueto, de 13 años de edad. Se disponía a participar en el entierro de las cenizas del líder comunista Julio Antonio Mella, cuando fue víctima de la brutalidad policíaca. Hubo otros muertos y heridos, incluso policías y bomberos, que nunca se mencionan, en aquella manifestación que salió de la residencia de Reina 402, esquina a Escobar, donde se llevó a cabo el velorio y fue despedido, con la voz ahogada por la tuberculosis y la emoción, por el hoy cada vez más olvidado Rubén Martínez Villena. Las cenizas de aquel atleta hecho líder, que había muerto asesinado en México, se depositarían en un túmulo construido a la carrera en la Plaza de la Fraternidad. No pudo consumarse el acto. Los despojos, aparentemente perdidos, se mantuvieron ocultos hasta la década de 1960, cuando se depositaron en la Plaza Mella, frente a la escalinata de la Universidad.
Aquella casa de Reina y Escobar, después de la Policía Secreta, era la del senador Wifredo Fernández, alabardero del dictador Gerardo Machado, asesino de Mella. El pueblo la saqueó a la caída de la dictadura machadista, el 12 de agosto de 1933, y echó el guante a su propietario cuando, disfrazado de marinero, pretendía salir de Cuba en un barco.
Mucho se movió el escribidor por la Calzada de Reina. Entre 1972 y 1989 trabajó en la revista Cuba, ubicada en la casa que a comienzos del siglo XX se hizo construir el jabonero Ramón Crusellas en la esquina de Lealtad. Al abandonarla dicha revista, se pensó que en ella se instalaría el museo de Centro Habana. Vana ilusión. Se le dio a una empresa de confecciones textiles. Hoy la casa, desocupada, se destruye ante la pereza y la indolencia de los que debían meter el hombro para salvarla.