Lecturas
El lector Rafael Rodríguez Muñiz pide en su correo electrónico que refiera el caso del asesinato de la polaquita Sima Rasbasky, una muchacha que apareció apuñalada en las márgenes del río Almendares. El suceso ocurrió durante la presidencia del doctor Ramón Grau San Martín (1944-48) y, comenta Rodríguez Muñiz, es un caso que ha permanecido en su memoria. Él era adolescente y alguien le contó que había coincidido con Sima Rasbasky en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Nunca se conoció el móvil del hecho ni se supo quiénes fueron los asesinos. ¿Drama pasional, venganza, extorsión, escarmiento?, pregunta el lector y dice que le gustaría saber la versión que el escribidor tiene del asunto.
En una ocasión conversé sobre esto con mi amigo el narrador y periodista Jaime Sarusky, fallecido en esta capital hace poco más de un año. Él conoció a Sima en el restaurante Moische Pipik, el mejor establecimiento de cocina judía de La Habana, sito en la calle Acosta No. 211, en pleno barrio judío. Me dijo que no la recordaba tan linda como la prensa de la época insistió en calificarla, pero sí muy viva, presumida y coqueta. Precisó que, según se dijo entonces, los padres del novio de Sima no la toleraban; no tenía un centavo. Los Bergman eran una familia acaudalada de Matanzas y, se decía también, fueron ellos los que insistían, y tal vez lograran, en que las investigaciones sobre el caso quedaran en el mayor silencio posible. Los hechos ocurrieron así.
Un mediodía, debajo de un puentecito del río Almendares, en el Bosque de La Habana, fue hallada muerta, con diez puñaladas diseminadas por todo el cuerpo, una bella joven identificada después como Sima Rasbasky, de origen hebreo. Por la tarde, y muy cerca de ese sitio, aparecía el cadáver de su novio, el estudiante, también hebreo, Jaime Bergman. Presentaba una cuchillada certera en el corazón.
¿Homicidio-suicidio? ¿Doble homicidio? ¿Pacto suicida? Durante largas semanas no cesó la polémica. Mientras las autoridades acometían las investigaciones pertinentes, los principales diarios de la capital dedicaban planas enteras al misterioso suceso y ahondaban en todos los detalles, por pequeños que fueran. Los forenses no descartaron la posibilidad de un homicidio-suicidio. Pero algunos apostaban por el doble homicidio y otros conceptuaban el suceso como un crimen pasional. Cuando parecía prevalecer la primera tesis, nuevos elementos hacían que la balanza se inclinara por el doble homicidio. Pero la muerte de Jaime y Sima no pudo esclarecerse nunca.
Datos sobre Francisco de Arango y Parreño solicita el lector Diego A. Artiles.
A ese habanero nacido en 1765 y muerto en 1837 le llamaron el estadista sin Estado y fue la eminencia gris de la sacarocracia criolla. Apoderado del Ayuntamiento de La Habana en la Corte española, con solo 24 años de edad; síndico del Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio; redactor del Papel Periódico, promotor y director de la Sociedad Económica de Amigos del País, consejero de Indias y diputado a Cortes fue, dice César García del Pino, «el primero de nuestros economistas».
Dedicó una atención constante a la agricultura. Su Discurso sobre la agricultura en La Habana y medios de fomentarla (1792) señala una nueva etapa en el progreso económico de Cuba. Abarca un extenso plan de reformas que puestas en práctica en años subsiguientes fueron la base de la grandeza material de la Isla. Sus estudios y los viajes de investigación que, por disposición oficial, emprendió, en compañía del Conde de Casa Montalvo, por Inglaterra y Francia y algunas de sus colonias, se tradujeron en la implantación de nuevos métodos agrícolas en el país, así como de maquinaria y procedimientos de cultivo, protección y estímulo a la industria agrícola y defensa de sus productos.
Comprendió Arango que el desarrollo de la agricultura necesitaba como complemento la libertad de comercio y a conseguirla consagró su esfuerzo desde 1808 cuando, como síndico del Real Consulado, presentó su informe sobre «los medios que conviene proponer para sacar a la agricultura y el comercio de la Isla del apuro en que se hallan». Diez años después, cuando Arango era ya consejero de Indias, España decretó el libre comercio de los puertos de Cuba con los mercados extranjeros, con lo que desapareció el monopolio mercantil que la metrópoli ejerció durante siglos. En la promulgación de ese decreto desempeñó un papel importante el intendente general de Hacienda Alejandro Ramírez, que no es solo el nombre de la calle que bordea la antigua Quinta de Dependientes, sino uno de los hombres más útiles de su tiempo.
En sus últimos años Arango se mostró partidario de la supresión del tráfico de esclavos y sugirió un plan de emancipación gradual a fin de declarar abolida la esclavitud. Rectificaba así criterios anteriores que lo llevaron a recomendar la libre introducción de esclavos y a oponerse en las Cortes de 1813 al propósito de suprimir la esclavitud. En 1816 consiguió el desestanco del tabaco.
Su prosa era transparente y sin aliños, dice Max Henríquez Ureña. Sabía ser elocuente en la expresión a fuerza de sobriedad. La importancia de sus escritos estriba, no en su forma, sino en su clara visión de los problemas económicos de su patria. Más que un escritor fue un estadista. De «estadista eminente» lo calificó Alejandro de Humboldt. Todo lo que escribió está compilado en los dos gruesos volúmenes que con el título de Obras del Excmo. Señor Don Francisco de Arango y Parreño se publicaron en 1888 y volvieron a ver la luz en 1952 con el sello de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, edición que el escribidor atesora entre sus libros más valiosos.
Escribe el ya aludido García del Pino en su imprescindible Mil criollos del siglo XIX; diccionario biográfico: «Al ser invadida España por los franceses, pretende crear una Junta como las creadas en otras provincias (colonias) —las que condujeron en nuestro continente a la independencia, pero la oposición de elementos intransigentes, que quizá penetraron sus intenciones, frustraron su propuesta». A partir de ese momento, sus enemigos y los adversarios de su modo de pensar y de sus reformas lo señalaron con el mote de «independiente».
En 1824 rechazó el nombramiento de Superintendente General de Hacienda y al año siguiente se retiró de la vida pública. Tres años antes de morir, el Rey español le concedió el título de Prócer del Reino.
Las páginas que el escribidor dedicó a Tropicana repercutieron más allá de lo esperado. Me referiré únicamente a dos o tres de los mensajes recibidos. Uno de esos lo envía el historiador José Quintas desde Ciego de Ávila. El mensaje ratifica lo que a quien esto escribe dijo el lector Orlando F. Hernández Machado. Martín Fox Zamora, propietario de Tropicana, era oriundo de Matanzas; de Calimete, escribe Orlando. De Calimete o Cárdenas, dice Quintas quien en el Archivo Histórico Provincial consultó un documento en el que se afirma que Fox era «natural de Matanzas». Se trata de una escritura que obra en el Fondo de Protocolos Notariales del citado Archivo y tiene fecha de 1ro. de diciembre de 1943. Ya para entonces Fox residía en Miramar, afirma Quintas.
Añade que Fox fundó con Florentino Hernández Soler, alias Tino, una colecturía en la calle Marcial Gómez, entre República y Cuba, que luego se trasladó a la céntrica calle Independencia, entre Maceo y Simón Reyes (hoy el edificio está enmarcado en el Bulevar). El establecimiento fue bautizado como La Batallita, no La Vallita, y en este trabajó Oscar Echemendía, un avileño que luego le acompañó a Tropicana, y que fue uno de sus hombres de confianza y mánager del cabaré. Comenta que en su libro más reciente —El hombre que nunca ríe; Ediciones Ávila, 2013— incluyó una crónica sobre Fox. Se titula Todo comenzó en La Batallita.
Por último, Quintas reproduce el testimonio de un anciano que fue dependiente del café Venus, ubicado muy cerca de La Batallita. Recordaba el viejo camarero: «Fox era hombre generoso y servicial, que acudía al reclamo de vecinos necesitados. Usaba un perfume francés, extracto, de nombre algo así como Narciso Azul o Narciso Negro, y cuando iba al café, a tomar su cerveza alemana, todos sabíamos que estaba cerca, pues primero llegaba el olor característico de su perfume».
Orlando F. Hernández envía un mensaje que es un bombazo. Pregunta al escribidor si sabe quiénes fueron los hombres que más dinero perdieron en el casino de juego de Tropicana. Uno, de un solo golpe; otro, en el transcurso de los años.
En cuanto al primero, y el escribidor no ha podido contrastar la información, dice que es el rey Carol II, de Rumania. El otro, Santiago Rey, senador de la República; grausista primero y batistiano después, ministro de Gobernación (Interior) de Batista. Tampoco esta información pudo ser contrastada, pero no puede olvidarse que el sujeto era un jugador compulsivo.
Carol estuvo en La Habana, al parecer más de una vez. En 1925 abdicó a favor de su hijo Miguel, un niño todavía, y salió al exterior con su amante Magda Lupescu, hija de un acaudalado comerciante de tejidos. Dejaba atrás también a su esposa Elena, hija del rey Constantino de Grecia. Viajó a París y cuando soñaba con La Habana, la realidad de su país lo obligó a volver. Asumió el poder en calidad de regente y, siempre con Magda a cuestas, tranzó una alianza con la Alemania nazi, pero volvió a fugarse. Con su amante, llegó a la Florida, viajó a Nassau y de ahí a La Habana donde, en el Hotel Nacional, vivió una memorable encerrona de amor. De nuevo su país lo reclamó. Implantó en Rumania un régimen fascista. Se entrevistó con Hitler y quiso alzarse como el mediador del conflicto que se avecinaba entre el Reich y el bloque anglo-francés. Hitler lo sacó del poder a sombrerazos y, con Magda, volvió a un exilio sin regreso.
Establece su residencia en Lisboa. Viaja a América, hace estancia en Brasil y dando saltos llega a La Habana. Aquí se encapricha con Tropicana y siempre, según la versión del lector Orlando F. Hernández que el escribidor no contrastó, pretende ganarlo en una partida de bacará. Intervienen en una de esas partidas seis o siete jugadores. El banco no juega; coge un por ciento de lo que gana el triunfador. Pero aquella fue una partida atípica. Un solo jugador, Carol II, ex rey de Rumania, contra Tropicana. Si ganaba, se quedaba con el cabaré. Perdió un millón de dólares en el intento.