Lecturas
No se repitieron en los días iniciales de enero de 1959, hace ahora 55 años, las escenas macabras que vivió la Isla a la caída de la dictadura de Gerardo Machado. Las jornadas transcurrieron con una cuota mínima de excesos. La muchedumbre, con certero instinto, no se tomó la justicia por su mano, como sí sucedió tras el desplome del régimen machadista, y desahogó su cólera contra los garitos y casinos de juego, los parquímetros y las máquinas traganíqueles, llamadas también ladronas de un solo brazo. Tiempo en Cuba, el periódico del senador Rolando Masferrer, jefe del grupo paramilitar conocido como Los Tigres, fue saqueado, al igual que las salas de juego de hoteles como Plaza y Deauville. A pedradas fueron destrozadas las vidrieras de algunos establecimientos comerciales. Así ocurrió en la joyería El Gallo, de la calle San Rafael, sin embargo, nadie sustrajo ninguna de las alhajas en exhibición.
La prensa reportaba la aparición, uno tras otro, de cementerios clandestinos con los que los sicarios del batistato privaban a los familiares de sus víctimas del consuelo de sepultar a sus muertos y colocar flores sobre su tumba. Ocho cadáveres eran exhumados en las cercanías de Consolación del Norte (el actual municipio de La Palma ocupa parte de esa antigua demarcación), en la provincia de Pinar del Río, mientras otros 15 se descubrían en San Cristóbal, también en territorio pinareño, y 57 en Santa Cruz del Norte, en La Habana. Restos de 11 personas se exhumaban en el patio del cuartel de la Guardia Rural de Niquero, en Oriente; 25 aparecían en el cuartel del Servicio de Carreteras de Manzanillo y 67 en el polígono del fortín del Ejército en la localidad de Estrada Palma, en las estribaciones de la Sierra Maestra.
Uno solo de los esbirros capturados por las milicias del Movimiento 26 de Julio confesó su participación en 108 asesinatos. Aseveró con el mayor cinismo: «Una noche ahorcamos a 31 campesinos que estaban de acuerdo con la Revolución». Operaba en Pinar del Río y estaba a las órdenes del comandante Jacinto Menocal. Era apresada la gavilla de asesinos de este despreciable oficial, y en Manzanillo eran puestos a disposición de los tribunales revolucionarios integrantes de los tristemente célebres Tigres, en tanto que unas 800 personas, entre culpables y sospechosas, eran detenidas en la Habana. Los apodos que merecían algunas de ellas ponían de manifiesto sus «especialidades», como el oficial de la Policía al que llamaban Rompe Huesos, y otro, que se presentaba como el Niño Valdés, al igual que un boxeador cubano famoso en la época por su pegada descomunal y que, durante un entrenamiento, llegó a tirar a la lona a Rocky Marciano, campeón mundial de los pesos completos.
El intento de capturar esbirros y soplones provocaba desórdenes y sembraba la muerte a voleo. Varios chivatos, refugiados en una casa de la calle 70, en Marianao, se batieron a tiros durante casi cinco horas con los milicianos que llegaron para apresarlos, refriega que dejó muertos de parte y parte.
En esa situación, un curioso personaje pedía protección en el campamento Libertad, la antigua Ciudad Militar de Columbia, sede del Estado Mayor del Ejército Rebelde. Era nada menos que Hermelindo Batista, uno de los hermanos del dictador. Al desplomarse el régimen batistiano buscó refugio en una modesta casa del Cerro y el matrimonio que la ocupaba fue a Columbia y pidió al comandante Camilo Cienfuegos, jefe del Ejército Rebelde, que lo recibiera. Era una cuestión de agradecimiento. Los dos hijos de la pareja habían sido detenidos por la Policía y Hermelindo, pese a lo escaso de su influencia, se los había arrebatado a la muerte.
Accedió Camilo a que el hermano de Batista fuera trasladado al campamento. Comisionó para ello a uno de sus ayudantes con su correspondiente escolta, no sin apercibirlos de que podía tratarse de una trampa. No lo fue. Lo encontraron en la habitación más apartada de la residencia, junto a un altar de Santa Bárbara. Flaco, de rostro afilado y tez oscura, sin afeitar, con la mirada humilde y palabra incoherente, Hermelindo era la estampa de la confusión y el desamparo, y su presencia en el campamento despertó la curiosidad de todos. La camisa entreabierta dejaba ver una camiseta del Partido Auténtico y lucía un brazalete rojinegro del Movimiento 26 de Julio. Portaba un misal romano y dos cañas barnizadas con las que evidenciaba su devoción por San Lázaro.
A diferencia de Panchín, el otro hermano de Batista, que fue alcalde de Marianao y gobernador de La Habana, el dictador vedó a Hermelindo presencia en la vida social, si bien lo hizo elegir en dos ocasiones representante a la Cámara por la provincia de Pinar del Río. A causa de la enfermedad incurable que padecía, el bajo nivel cultural y su vida desenfrenada, Martha Fernández, la Primera Dama, le negó la entrada a Palacio. Hermelindo, que nunca concurrió a una sesión del Congreso, se entregaba a todo tipo de excesos en los barrios bajos habaneros.
«Rogando pasaba el tiempo para que se acabara la sangre en Cuba», declaró, ya en Columbia, el hermano de Batista. Dijo simpatizar con los «valientes revolucionarios» e invitó a los que lo rodeaban a que visitasen el altar de santería que tenía en su casa. Temblaba como una hoja. Un oficial rebelde le dijo: «No tenga miedo. Está entre personas decentes y nada ha de pasarle». Camilo Cienfuegos no demoró en devolverlo a su casa con escolta policial y todas las garantías.
El 10 de enero, dos días después de la llegada a La Habana del Comandante en Jefe Fidel Castro, desaparecieron los grupos armados de las calles de la capital y cesó el constante ajetreo de los automóviles erizados de fusiles y ametralladoras. El empeño pacificador se impuso por la persuasión, el análisis y la discusión serena de los problemas nacionales. No enraizó la anarquía y el ciudadano se sintió tranquilo y seguro. Por otra parte, el líder de la Revolución advertía sobre «los revolucionarios del 1ro. de enero» que, con pistola calibre 45 al cinto y el número de la Gaceta Oficial que contenía la ley de presupuesto bajo el brazo, parecían querer empezar a empujar las mamparas de los despachos de los ministros.
Un día de enero de 1959, Haydée Santamaría, heroína del Moncada y la Sierra Maestra a la que, en abril del propio año, le tocaría organizar y presidir la Casa de las Américas, recibió 27 corsages y jarras de flores. Al día siguiente, cuando la florida remesa parecía que superaría la marca de la jornada precedente, Haydée se comunicó por teléfono con una de las floristerías desde donde se enviaban y prohibió que siguieran haciéndolo. Dijo al empleado que la atendió: «Haga poner las flores en la tumba de Enrique Hart o en la de cualquier otro joven asesinado durante la dictadura». Otra vez la llamaron de un periódico. Querían su fotografía. «La única que tengo, respondió Haydée, fue tomada en la Sierra, porto un fusil, visto el uniforme rebelde y llevo dos granadas al cinto… ¿Le sirve?». Su interlocutor, en la otra punta del teléfono, quedó estupefacto. Dijo al fin: «Es para la crónica social, señora. ¿No podría hacerse la foto en un estudio?». Haydée respondió que carecía de tiempo para eso.
No todos los detenidos provenían de las filas del Ejército y la Policía. Se requería asimismo a funcionarios civiles, como a Joaquín Martínez Sáenz que convirtió el Banco Nacional, que presidió, en la sucursal financiera del Palacio Presidencial y fue el responsable número uno del vandalismo económico del batistato. Lo apresaron en su propia oficina del Banco, junto a su segundo, el historiador pinareño Emeterio Santovenia. Fueron remitidos a la fortaleza de La Cabaña. Allí, Santovenia alegó problemas de salud, reales o supuestos, y el comandante Ernesto Che Guevara permitió que, bajo palabra, esperara en su residencia el curso de los acontecimientos, oportunidad que aprovechó para refugiarse en una Embajada.
La investigación que se llevó a cabo en la sede de la Confederación de Trabajadores de Cuba (que el pueblo renombró como CTK, para diferenciarla de la CTC) sacó pronto a relucir negocios escandalosos hechos con los fondos de los obreros, cajas de retiro desfalcadas y apropiación de las recaudaciones de la cuota sindical obligatoria. Fincas y edificios levantados con la sangre y el sudor del trabajador. La finca de Eusebio Mujal, máximo personero de la CTK, se valoró en cuatro millones de pesos. En la casa de la viuda del brigadier general Rafael Salas Cañizares, que fuera jefe de la Policía Nacional, se encontraron, entre otros valores, medio millón de pesos en bonos al portador de una compañía inmobiliaria.
Batista dejaría chiquitos a todos sus seguidores. En Kuquine, su finca de recreo de 17 caballerías, enclavada al borde de la Autopista del Mediodía y encerrada en el triángulo de comunicaciones viales que forman la carretera Central, la carretera entre Cantarranas y el entronque del Guatao y la carretera de San Pedro a Punta Brava, quedaron 24 maletas que Batista y su esposa no cargaron en el momento de la huida. En 300 000 dólares se calculó, a ojo de buen cubero, los marfiles, cristales, porcelanas, platería y objetos de oro almacenados en el llamado Cuarto de los Tesoros de la casa de vivienda de la finca, en tanto que en un lugar destacado de la biblioteca se exhibía un ejemplar de Vie Politique et Militaires de Napoleón, obra de A. V. Arnault, publicada en 1822, y también el catalejo que usó el Emperador en Santa Elena, así como dos pistolas que pertenecieron al vencedor de Austerlitz. Sobresalía una vitrina con las condecoraciones que Batista recibió a lo largo de su vida militar y una abigarrada colección de bustos de celebridades en las que Ghandi alternaba con Montgomery y Churchill, Stalin con el mariscal Rommell y Benjamín Franklin, y Juana de Arco con Dante y Homero; galería en la que no faltaba un Batista de mármol en abierta camisa deportiva.
Lo mejor estaba aún por ver. En un cuarto de desahogo, sepultadas por una montaña de libros viejos, había cinco cajas de madera y apariencia insignificante. Los auditores demoraron tres días en inventariar el contenido de aquellos cajones. Guardaban 800 joyas, casi todas de la esposa del dictador, valoradas en dos millones de dólares. Relicarios de oro con incrustaciones de brillantes, abanicos de marfil, broches de brillantes y esmeraldas, polveras de oro, las arras de la boda de Batista y Martha efectuada en la capilla de la finca el 24 de diciembre de 1948. El indio había sido el símbolo del Gobierno de Batista. Pues entre esas alhajas había una sortija de oro puro con la efigie de un indio que adorna el penacho de su cabeza con brillantes y otras piedras preciosas. Con todo, esto no era más que una pequeña parte de la fortuna del dictador. Aquello, sin embargo, no era lo mejor. Lo más valioso, dijo una empleada de la casa, llevaba ya mucho rato en Nueva York.
Algunos de los primeros atentados planificados contra la vida del Comandante en Jefe quedaron en claro en fecha tan temprana como el mes de enero de 1959, hace 55 años. Un soldado del Ejército derrotado, detenido en El Cobre, confesó que con otros ex militares se gestaba un plan contra Fidel y para derrocar al Gobierno. Mezclado con los peregrinos que se dirigían al santuario, acechaba la ocasión para atacar un carro patrullero y apoderarse de su armamento. Una granada que portaba lo delató al hacer explosión.
También en aquellos días iniciales era detenido Allan Roberts Nye, un norteamericano de 32 años de edad. Pagado por la dictadura, que le ofreció diez mil dólares por su misión, subió a la Sierra Maestra con el pretexto de ofrecer a los rebeldes su experiencia de piloto. Eran otros los fines que perseguía. Nunca vio al Comandante en Jefe. Fue capturado en la montaña cuando ya Fidel llevaba semanas en La Habana. Le ocuparon un rifle de mira telescópica, un revólver 38 y abundante parque. El Jefe de la Revolución puso a Nye en manos de su madre y le pidió que lo sacara de Cuba y nunca más regresara.