Lecturas
En los días de Fulgencio Batista como jefe del Ejército, un soldado de su escolta miraba en los caracoles si un visitante, aunque estuviese citado, podía pasar o no al despacho del coronel.
Eso dice la periodista española Hilda de Toledano en el reportaje que sobre su visita al campamento de Columbia dio a conocer en la revista Mundo Gráfico, de Madrid, en marzo de 1936. Luego, añade, el hombre fuerte de la Cuba de entonces apretaría y frotaría a conciencia la palma de su mano con la de la reportera, porque así saludaban, le dijo, «los antiguos indios de Banes, de los que desciendo» a aquellos a los que querían ofrecer amistad eterna.
Llega la Toledano a Columbia en el auto que puso a su disposición Pepín Rivero, director del Diario de la Marina. «¡Ah, pero no os figuréis que este coche es como cualquiera!, detalla la periodista. Desde el día en que por defender sus ideales políticos hubo de recibir Pepín tres balazos en el hombro izquierdo, lleva por bastón una ametralladora y su coche es blindado, con motor estilo tanque, vidrios de seis centímetros de espesor y una portezuela que no se abre si la aguja de la brújula, fija en su abridor, indica la mención peligro».
Desciende del automóvil y camina hasta que una reja pequeña y un rifle enorme le cierran el paso. Un centinela negro le presenta el arma, pide que se identifique y pregunta si trae el pase que le permita el acceso. No tiene pase la periodista, pero sí la carta que un amigo remite a Batista. Quiere el centinela ver ese documento y como ella se niega a entregárselo, el custodio le advierte que no la dejará pasar si no lo hace. Pese a que el amigo de Batista tuvo la acertada precaución de indicar profusamente que se trataba de un texto «Particularísimo», «Personalísimo», «Confidencialísimo», como se deja leer en el sobre que lo contiene, el soldado lo despliega ante sus ojos y lo examina. No le satisface lo que lee o no lo entiende, y pasa la carta a un compañero que lee el escrito en silencio. De pronto, coloca el papel en el suelo y, con un dedo, traza un círculo a su alrededor. Saca de uno de sus bolsillos un puñado de caracoles, los tira sobre el documento y los observa «con aire de médico pendiente del enfermo agonizante», dice Hilda de Toledano, que no sabe lo que está pasando y desconoce que los caracoles son parte de un sistema de adivinación en la santería.
—Pero, ¿qué hace este hombre? —pregunta la periodista, impaciente, al borde ya de la rabieta.
—Cumple con su deber. Mira en los caracoles si puedes pasar o no —responde el escolta que le cerró el paso.
Es afirmativa la respuesta de los caracoles y la periodista española, ya dentro del campamento militar, busca la Escuela de Aplicación del Ejército, donde Batista tiene su oficina. En las inmediaciones del polígono, anota en su agenda, se hallan la casa del coronel y las viviendas de los jefes del Estado Mayor y de algunos de sus subalternos; más allá, hangares que guardan una flotilla de aviones recién comprados, y está también el depósito de municiones. Pasa junto a soldados flexibles y musculosos, limpios y correctísimos en sus uniformes color caqui que montan guardia con unos fusiles enormes y, a veces una ametralladora, y la miran con desconfianza. Uno de ellos, el último de los centinelas que le corta el paso, no desperdicia la ocasión de piropearla.
Es ya la una de la mañana cuando llega al edificio de la Escuela de Aplicación. La antesala del despacho del Jefe del Ejército está casi vacía. Se ven algunos oficiales, todos soñolientos; ningún civil. Las conversaciones son breves y siempre en tono menor. El enervante susurro de un ventilador, el crujir de las mecedoras, el tecleo de una máquina de escribir, el timbre de un teléfono… rompen el silencio en el amplio local. En las paredes, varios carteles repiten esta precavida advertencia: «En pocas palabras se pueden expresar las más grandes ideas. Recuerde que otras personas esperan que usted termine».
La periodista capta el mensaje del anuncio a las mil maravillas. El mensaje sugiere a un visitante que hable poco a fin de que el visitante siguiente hable tres veces más para decir exactamente lo mismo. De cualquier manera, son ya las dos de la mañana cuando Batista manda a decirle que la recibirá después de evacuar todos los asuntos pendientes a fin de poder dedicarle tiempo y la mayor atención.
«Estoy muy agradecida por esta indudable prueba de consideración, pero, la verdad, empiezo a sentir un hormigueo en las piernas que compite muy ventajosamente con los mosquitos del techo».
Después de tan larga espera, la entrevista de Batista con la Toledano no fue nada del otro jueves. Nada que ver con la que, por aquellos mismos días, le hizo, en su calidad de enviado especial de El Heraldo de Madrid, el periodista y escritor español Luis Amado Blanco —luego con una larga permanencia entre nosotros— y mucho menos con la entrevista que, en esa época asimismo le hizo el cubano Ramón Vasconcelos y que con el título de Media hora en Columbia incluyó en su libro Dos años bajo el terror. Meses después del encuentro de la española con el Jefe del Ejército cubano, el corresponsal en La Habana del periódico madrileño La Voz, calificaba a Hilda de Toledano como una escritora «monárquica y tonta» y le reprochó que no hubiera advertido que, con Batista, el fascismo ya asomaba en Cuba su oreja peluda.
Nada dice la reportera en su texto acerca de cómo el Coronel quita y pone presidentes a su antojo ni de los hombres y mujeres que se pudren en las cárceles por sus ideas políticas. Ni una palabra acerca de su fortuna ilícita ni de sus ambiciones políticas, que ya despuntaban. Tampoco habla de los palmacristazos que manda a administrar a sus opositores. No menciona la Toledano ni de pasada la manera brutal con que Batista reprimió la huelga de marzo del 35 ni su responsabilidad en la muerte de Guiteras.
En su reportaje, en cambio, ella no eludirá mencionar el largo vestido de organdí que llevó a su primer encuentro con el Coronel
—fueron dos las reuniones, al menos, las confesadas— y no olvidará referirse a la caja de polvos faciales y al creyón de labios que lleva en la cartera. Habla del té que ofreció en su honor, en el Country Club, un grupo de damas distinguidas, y de la petición de matrimonio que, de sopetón, le hizo «uno de los cuatro marqueses que quedan en La Habana». Alude al banquete al que la convidaron los notables de la colonia china habanera y que incluyó como primer plato una sopa de tiburón que se elaboró con «el más gordo y cebado» escualo capturado en la bahía. Los chinos dieron a la española el nombre de «Ciruela Perfumada». No olvida el portaplumas, con su nombre grabado en la madera preciosa, que desde el Castillo del Príncipe le envió un recluso con un asesino indultado por esos días… Y delata su preferencia por el daiquirí, que ella escribe daikiri, «un coctel ligerísimo, hecho a base de limón, pero de limón dulce, como todo lo de Cuba, que embriaga más rápidamente que una bodega entera de las nuestras».
Dice en un recuadro de su reportaje:
«Señoras y más señoras. Palabras melosas, azúcar en retórica, azúcar por todas partes, azúcar para hacer una zafra de palabras, y labios de mujer. ¡Y azúcar! Estoy sorprendidísima. Muy agradablemente sorprendida por tales pruebas de amistad y consideración.
«Me creía ignorada en Cuba. He aceptado el primer té y la sopa de tiburón —no le podía hacer un feo al tiburón— pero rehusé todo lo demás, incluso la petición de casamiento. ¡Habrán visto qué tonta, con lo escasas que están en estos tiempos!
«Por la tarde, una colección de bellezas femeninas me rodea. Visten a la última moda de París, prolongada, incrustada. Me prodigan mil amabilidades, mil afectos, mil atenciones inolvidables con aquella dulzura azucarada y azucarera tan propia del país».
Mientras Hilda de Toledano conversa en el Country Club con sus anfitrionas, entre ellas María Luisa Gómez Mena, condesa de Revilla de Camargo, en la pista pulida del círculo se acoplan las parejas en la voluptuosidad del son.
«Es el mismo baile que he visto bailar en la Frita (de Marianao), pero allá lo bailan los negros, mientras que aquí son las más puras doncellas, los caballeros de alcurnia, la gente seria quienes lo bailan. Y aún aquí, tampoco puede ser el son una danza, tampoco es una danza; es amor».
Se abre al fin la puerta del despacho y aparece Batista con una guerrera blanca. Su piel bronceada llama la atención de la periodista. Lo ve elegante y simpático. Firme, lleno de confianza en sí mismo, con un brillo metálico en la mirada. Le recuerda a Napoleón. Lo dice y Batista, aunque niega cualquier parecido con el emperador de los franceses, no puede ocultar que la comparación lo halaga. Parece que se hincha, da la impresión de que, de pronto, no cabe en su uniforme.
—Napoleón fue un héroe y yo no lo soy —dice—. Supo dominar a su pueblo y a muchos países. Venció a la oposición. Inventó reyes y repartió reinos… se hizo coronar emperador. Yo eché a los jefes solamente. Luego nombré coroneles a los sargentos de mi clase, incluso a mí mismo.
Enseguida lamenta su suerte. Lo agobia el sacrificio del poder, comenta con hipocresía. Dice que vive prácticamente prisionero en su oficina, que solo sale del campamento de Columbia para asistir a actos oficiales. Puntualiza: «Estoy enclaustrado aquí por el deber. No es muy divertido,
créame». A veces, añade, se le escapa a la escolta y se va a donde nadie es capaz de encontrarlo. Sale de Columbia solo, a bordo de una motocicleta, igual que lo hizo —y esto es un dato desconocido— cuando el golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, en que utilizó un vehículo como ese para ultimar los detalles de la asonada y darle una vuelta a la familia. Su esposa, relata Batista a la Toledano, se disgustó al saber que no comería en la casa y que regresaría acaso tarde en la noche. Para tranquilizarla, decidió comer, y comió con toda calma, unas rodajas de piña acompañadas de un vaso grande de agua mineral.
Comenta que su entretenimiento preferido es escribir versos, y su mayor ambición, ser periodista, aunque se muera de hambre y se vea obligado a viajar de polizón. Refiere, ante una pregunta, que el detalle hace el conjunto, pero que él gusta más del conjunto cuando está terminado. Se va por la tangente cuando se le pregunta si cree en Dios y dice más adelante, aunque ni él mismo se lo crea: «Soy un infeliz».
La comparación con Napoleón ha animado tanto al coronel Fulgencio Batista que —constata la periodista Hilda de Toledano en su segunda visita a Columbia— se hizo traducir la relación de los sucesos del 18 brumario, fecha del golpe de Estado que dio el poder a Napoleón. Pero prefiere, dice, la gorra de coronel a la corona del emperador. La muestra con orgullo a la periodista. Una gorra grande como la Luna, redonda, con un plato enorme y una visera de tal dimensión que podía dar cobijo a un automóvil.