Lecturas
En la ciudad de Matanzas, durante la jornada final de la Feria Internacional del Libro, me interceptan en el Parque de la Libertad dos jóvenes lectores de Juventud Rebelde. Los apasiona el tema de la aviación y dicen que la página dedicada al Vuelo Panamericano, publicada ese día, 3 de marzo, los dejó con el sabor de la miel en los labios. No por el referido vuelo en sí, sino por los otros que alude y no toca, esto es, los de Domingo Rosillo y Agustín Parlá, entre Cayo Hueso y La Habana, y el de Antonio Martínez Peláez entre las ciudades de Camagüey y Sevilla.
Aunque alguna que otra vez he tocado esos temas trataré de complacerlos, no sin antes advertir que el interés de los cubanos por la aviación comenzó temprano, casi desde los mismos comienzos de ese medio de transporte. Los habaneros tuvieron la oportunidad de admirar por primera vez el vuelo de un avión apenas siete años después de la portentosa hazaña de los hermanos Wright en Estados Unidos.
Ocurrió en la tarde del 7 de mayo de 1910, cuando el piloto francés André Bellot, a bordo de un avión Voisin, tomó altura en los terrenos del hipódromo del reparto Almendares, en Marianao, e inició su exhibición sobre la capital cubana para caer dos minutos y medio después en Monte Barreto, Miramar; accidente del que salió con vida. Meses después vinieron los equipos de la Compañía Internacional de Aviación, de John B. Moisant, y de la Compañía Curtiss, de Gleen H. Curtiss. El team de Curtiss realizó sus demostraciones a partir del 31 de enero de 1911 y utilizó, durante la semana que duró la muestra, el polígono del campamento militar de Columbia. Moisant improvisó una pista en la finca La Coronela y en esta, el 21 de marzo del mismo año, se inauguró oficialmente el Concurso de Aviación del Aéreo Club de Cuba, recién constituido entonces. El pueblo de La Habana apreció así las exhibiciones de alta escuela y los récords establecidos, entre esos el de altura por el ya famoso piloto francés Roland Garros. Fue tanta la concurrencia de público que el espectáculo, previsto para una semana, tuvo que prolongarse durante siete días más.
En 1912 obtienen sus títulos de pilotos Agustín Parlá y Domingo Rosillo, nacidos en Estados Unidos y Argelia, respectivamente, pero nacionalizados cubanos y con larga permanencia en la Isla. En febrero de 1913, Rosillo adquiere en París un monoplano Morane Saulnier de 50 caballos de fuerza, y con ese aparato rompe, el 11 de abril, el récord de altura que el francés Garros impuso en Cuba.
El 17 de mayo de 1913, en dos horas con 30 minutos y 44 segundos, realiza Rosillo el vuelo Cayo Hueso-Habana, aterrizando felizmente en el campamento de Columbia. Parlá no puede volar ese día. Lo haría dos días más tarde con el mismo empeño y amarizará tres horas después en el Mariel. No era la primera vez que se intentaba dicha travesía. Ya el 31 de enero de 1911 el entonces famoso aviador norteamericano Mc Curdy había fracasado en el propósito al caer su avión al mar cuando le faltaban aún 12 millas para arribar a las costas cubanas.
Tanto Rosillo como Parlá pretendían ganar la bolsa de 10 000 dólares con que la Compañía Curtiss de Aviación recompensaría al piloto que lograra la hazaña. Hoy, en que cómodas y seguras aeronaves cubren grandes distancias, aquel vuelo entre Cayo Hueso y La Habana parecerá cosa insignificante. No es tal. Por una ruta no transitada, se lanzaron Rosillo y Parlá en aparatos inestables, sin flotadores, sin más elemento de orientación que una simple brújula. En La Habana y también en Cayo Hueso hubo júbilo, ansiedad y expectación por el viaje. Dos barcos norteamericanos se hicieron a la mar para brindar auxilio a los pilotos si era necesario, y los cañoneros Hatuey, Patria y 24 de Febrero —toda la flota de guerra de la nación en la época— se apostaron, con el mismo propósito en la ruta de los osados aeronautas. ¿Lograrán los audaces aviadores su meta? ¿Abrirán con el viaje rutas a la aviación comercial? Las apuestas que a favor de uno y otro piloto se hicieron fueron fabulosas y el Malecón se llenó de público para ver pasar al avión vencedor.
En opinión de especialistas, aquella fue una de las grandes proezas de la aviación en sus primeros tiempos. El memorable vuelo de Rosillo marca un importante hito en la historia del transporte mundial, y para repetirlo la aviación norteamericana necesitó cinco largos años.
Otra vez en Cuba, Rosillo prosiguió sus vuelos hasta que en 1918 se trasladó a España como profesor, y luego director, de una escuela de aviación. El inicio de la Guerra Civil española lo trae de nuevo a La Habana. En 1938, en el aniversario 25 de su colosal vuelo Cayo Hueso-La Habana, se emite un sello conmemorativo y se brinda a Rosillo la oportunidad de realizar el mismo recorrido en un cuatrimotor. Sin embargo, ni siquiera ese homenaje pudo aliviar su difícil situación económica, a tal punto que el respetado piloto tuvo que sentarse en una silla de tijera en los portales de la tienda El Encanto, junto a una mesa donde había colocado su retrato de mejores días, para vender allí, por unos centavos, sobres con su sello y su firma. Con posterioridad se le nombra Capitán Jefe del recién creado cuerpo de aviación de la Cruz Roja Nacional.
Domingo Rosillo falleció en La Habana, el 28 de noviembre de 1957. Ya para entonces hacía años que Agustín Parlá se había suicidado. Ambos merecieron la preciada distinción que los acredita como pioneros de la aviación mundial.
Mariano Barberán y Joaquín Collar, dos heroicos aviadores españoles, fueron protagonistas, en 1933, del vuelo Sevilla-Camagüey, que los llevó a atravesar sin escalas el Atlántico por su parte más ancha. Hazaña no intentada hasta entonces. En 39 horas con 50 minutos hicieron los 7 570 kilómetros que separan esas ciudades a bordo del avión conocido con el nombre de Cuatro Vientos.
De Camagüey el Cuatro Vientos voló a La Habana. Pasaron Barberán y Collar varias jornadas en nuestra capital. Se alojaron en el hotel Plaza y fueron agasajados por corporaciones cubanas y españolas. Eran los héroes del momento. De aquí partieron rumbo a México, donde se les esperaba. Varios especialistas cubanos les recomendaron entonces que retrasaran la partida. Barberán y Collar, que habían llegado enfermos, no descansaron lo suficiente en La Habana, donde se vieron sometidos a un régimen de vida social inusitado para ellos. Además, imperaba el mal tiempo en aquella mañana en que el Cuatro Vientos salió de Cuba y no se sabía bien si los desperfectos técnicos advertidos en el aparato habían sido convenientemente reparados. Pero Barberán y Collar debían arribar a México en una fecha ya convenida y les era imprescindible partir. Jamás llegaron a su destino. Y se desconoce todavía con exactitud cuál fue su suerte.
Todo eso es historia conocida. Lo que se conoce menos es que en los primeros días de 1936 un aviador cubano despegó de Camagüey para cruzar el Atlántico de oeste a este y, sin pretensión de batir marca alguna, devolver a España la visita que Barberán y Collar habían hecho a Cuba. La información, que me llega gracias a la gentileza del destacado historiador cubano Gustavo Placer Cervera, la ofrece Juan Antonio Guerrero Misa en su libro El vuelo Sevilla-Cuba-México del avión Cuatro Vientos, publicado en España por el Instituto de Historia y Cultura Aeronáuticas y el Servicio de Historia y Cultura del Ejército del Aire.
El aviador cubano, teniente de la Marina de Guerra, se llamaba Antonio Menéndez Peláez e hizo el viaje a bordo del avión bautizado como 4 de Septiembre; un monoplano Lockheed Sirius 88 transformado en monoplaza y al que se le hicieron adaptaciones importantes para la travesía.
Despegó Menéndez Peláez en Camagüey, a las siete de la mañana del 13 de enero para tomar tierra en Campo Alegre, Venezuela, y de allí se trasladó al aeródromo de la Pan American, en Maiquetía. Al día siguiente se elevó hacia Puerto España, en la isla de Trinidad, y pasó a Amsterdam, en la antigua Guayana Británica, y a Leguiar, para concluir en Pará, Brasil, en el delta del Amazonas, el 3 de febrero. Dos días más tarde se desplazó hasta San Luis de Maranho y Fortaleza y culminó en la jornada siguiente la primera fase de su vuelo al aterrizar en Natal a fin de cruzar desde ese punto el océano para arribar a África.
Sobre el Atlántico, el teniente Menéndez Peláez encontró vientos fuertes y mal tiempo, lo que lo obligó a volar, en muchas ocasiones, a escasa altura sobre el agua. Como no llevaba radio a bordo, debió confiar en su pericia como navegante y tomó de referencia los barcos en ruta que avistaba desde su aparato. Consiguió aterrizar en Bathhurst, Senegal, después de haber recorrido 3 160 kilómetros sobre el océano.
Desde Bathhurst voló el cubano al cabo Yuby, en el antiguo Sahara español, el 12 de febrero y dos días después llegó por fin a Sevilla para tomar tierra en el aeropuerto militar de Tablada, desde donde, tres años antes, partió el Cuatro Vientos en su histórico viaje a Camagüey. En Tablada se tributó al militar cubano un caluroso recibimiento, igual al que recibió una semana después al arribar al aeródromo que llevaba el nombre famoso del aparato que utilizaron Barberán y Collar.
En resumen, el teniente Antonio Menéndez Peláez, a bordo del avión 4 de Septiembre, recorrió
14 454 kilómetros en 72 horas y 27 minutos para devolver el abrazo que en 1933 dos valerosos aviadores trajeron desde España.
Fue apoteósica la visita del aviador cubano a ese país. También en Madrid lo recibieron y trataron con los mayores honores. Mientras las fuerzas armadas españolas hacían público que entregarían al cubano la Cruz del Mérito Militar, así como la Cruz Blanca del Mérito Naval, en Cuba se conocía del ascenso del valiente piloto al grado de primer teniente. El ayuntamiento de Madrid lo declaró huésped ilustre de la ciudad, y en la capital española el ministro de Estado ofreció un té en su honor, el jefe de la aviación española lo agasajó con un banquete, y Manuel Azaña, presidente de la República española, lo recibió en audiencia especial, entrevista que transcurrió en un ambiente cordialísimo. El Museo Naval entregó al cubano una reproducción de la carabela Santa María, una de las embarcaciones que viajaron a América en el primer viaje de Colón, en 1492. La pieza, de tres metros de largo, fue confeccionada especialmente para el obsequio.
Comenta el historiador español Guerrero Misa: «El gesto de Menéndez puso punto final a una época de heroísmo y profesionalidad que hoy solo podemos tomar como ejemplo y que hermanó, ya para siempre, a las aviaciones de ambos lados del océano. Desde la hazaña de Barberán y Collar, el mar ya no nos separa».