Lecturas
El próximo mes de mayo celebraremos los cien años de la hazaña de Domingo Rosillo, hecho que marcó un hito en la aviación mundial y es reconocida aún como una de sus grandes proezas. Con travesía de dos horas, 30 minutos y 44 segundos entre Cayo Hueso-La Habana, ese aviador nacido en Argelia y nacionalizado cubano abrió la ruta de la aviación internacional.
El pasado 29 de diciembre, por otra parte, se cumplieron 75 años del desastre en que perdieron la vida el valeroso piloto Antonio Menéndez Peláez y seis de sus compañeros, entre ellos el periodista Ruy Lugo-Viña Quintana, cuando acometían el vuelo Pro Faro de Colón. Tres aviones cubanos siniestrados en uno de los episodios más tristes y menos conocidos de la historia de la aeronáutica iberoamericana. El primer teniente Menéndez Peláez, de la Marina de Guerra cubana, es el héroe del vuelo Camagüey-Sevilla, que en enero-febrero de 1936, hace ahora 77 años, lo llevó a recorrer, en solitario y sin pretensión de batir récord alguno, 14 454 kilómetros a fin de devolver la visita que, tres años antes, hicieron a Cuba los pilotos españoles Barberán y Collar con su histórico vuelo Sevilla-Camagüey.
El denominado Vuelo Panamericano Pro Faro de Colón partió de la ciudad de Santo Domingo el 12 de noviembre de 1937. Una escuadrilla compuesta por tres aeronaves cubanas y una dominicana recorrería 26 naciones de Sur, Centro y Norteamérica a fin de recabar apoyo para la construcción del monumento que en dicha ciudad se erigiría a la memoria del Gran Almirante de la Mar Océana.
El grupo, que protagonizaría un hecho sin precedentes en las relaciones entre los países del continente, lo encabezaba el mayor Frank Félix Miranda, jefe del Cuerpo de Aviación dominicano, que viajaba a bordo de la aeronave denominada Colón. Menéndez Peláez, jefe técnico y navegante de la escuadrilla, lo hacía en el avión llamado Santa María, en tanto que los tenientes cubanos Feliciano Risech, de la Marina, y Alfredo Jiménez Alum, del Ejército, viajaban en los aviones La Niña y La Pinta, respectivamente. Cada uno con su correspondiente mecánico: el dominicano Ernesto Tejada, y los cubanos Manuel Naranjo, Pedro Castillo y Roberto Medina. En La Pinta viajaba además el periodista Lugo-Viña.
Viña fue designado por la Sociedad Colombista Panamericana como su representante en el histórico vuelo. Sería además el cronista del empeño. Había nacido en Santo Domingo, en la antigua provincia de Las Villas, en 1888, y fue maestro en los inicios de la enseñaza pública en la Isla. Tuvo una vida muy activa como periodista, labor en la que se inició en la ciudad de Cienfuegos y prosiguió en La Habana, Buenos Aires —donde se estrenó como autor dramático—, Nueva York y México, hasta que regresó a Cuba en 1918 para trabajar primero como redactor y luego como editor jefe del periódico habanero Heraldo de Cuba.
Sus críticas al Gobierno del general Menocal lo llevaron a la cárcel en 1919. Al año siguiente resultó electo concejal del Ayuntamiento de la capital y como tal se desenvolvió durante los seis años subsiguientes. Al abandonar la cámara municipal se convirtió en un propagador de su teoría sobre la intermunicipalidad universal, idea a la que dedicó artículos, folletos y ponencias en conferencias y congresos.
Representó a Cuba en la Liga de las Naciones, organismo internacional que precedió a la ONU, y, radicado en España, dirigió la revista Así va el mundo. En 1936, luego de su regreso a La Habana, comenzó a trabajar en el proyecto del gran vuelo de confraternidad americana Pro Faro de Colón.
El periodista emprendió ese viaje con un oscuro presentimiento. Tanto había luchado por hacerlo realidad que no pudo eludirlo. Ni quiso, porque nunca le abandonaron la fe en el buen éxito de los nobles propósitos ni el entusiasmo por los empeños difíciles. No imaginaron los que lo vieron partir que llevaba en el ánimo una mezcla extraña de optimismo y aprehensión. En Río de Janeiro acabó por expresar públicamente sus secretas inquietudes en una frase que no demoraría en hacerse realidad. Dijo a los que lo rodeaban: «Me veo morir envuelto en llamas».
En efecto, el avión en que viajaba, al igual que los otros tripulados por cubanos de la escuadrilla, chocó contra una montaña en los alrededores de la ciudad colombiana de Cali. La máquina de escribir de Lugo-Viña, encontrada en el lugar del siniestro, se conservó durante años en el ya desaparecido Museo de la Prensa de la Asociación de Reporters de La Habana, en la calle Zulueta. El fuego la derritió y la convirtió en un amasijo de metales apenas reconocible.
Nunca se han esclarecido del todo las causas del accidente. Son diversas las versiones. La escuadrilla, siguiendo el curso del río Cali, volaba con destino a Panamá. Lo hacía con dirección al mar y por un cañón que se estrechaba más cada vez. Algunos especialistas dicen que no puede descartarse que el primer teniente Menéndez Peláez, navegante de la escuadrilla, errara la ruta y entrase por un cañón sin salida. Los aviones cubanos —todos de la marca Stinson Reliant, de 285 caballos de fuerza— carecían de la potencia necesaria para sobrevolar las montañas a las que se enfrentaban, y parece que Menéndez Peláez decidió hacer un giro cerrado para desandar el camino. Es entonces que se precipita a tierra. Los otros dos aviones cubanos intentan la misma maniobra y fracasan también en el empeño. El comandante Miranda, con un avión más potente —un Curtis Wright, de 420 caballos— sobrevolaba el macizo montañoso hacia el océano Pacífico y aterrizaba en Panamá a las 2 y 30 de la tarde de aquel 29 de diciembre de 1937. Fue allí que se enteró de la suerte de sus compañeros.
Sus organizadores quisieron comenzar el vuelo panamericano el 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América. Pero un grave accidente en el aeropuerto de la capital dominicana retrasó la salida hasta el 12 del mes siguiente. Ese día, a las diez de la mañana, se iniciaba la travesía. El dictador dominicano, Rafael Leónidas Trujillo, despedía a los aviadores rodeado de un mar de pueblo que desbordaba los límites del aeródromo.
Comenzaba así la fase final del viejo plan de construir en América un monumento a Colón, propósito que involucraba desde mucho tiempo antes a Gobiernos, instituciones y personalidades del continente. No sería hasta 1923 cuando la idea comenzó a cobrar cuerpo en la Conferencia Internacional Americana de Santiago de Chile, que recabó la contribución de los Gobiernos de América para la construcción del faro monumental que llevaría el nombre del Almirante y se erigiría en la República Dominicana. Con ese fin se libraría la convocatoria de un concurso para escoger el proyecto de la obra que debía hacerse realidad, y, en mayo de 1937, Cuba y la República Dominicana, a instancias de la Sociedad Colombista, con sede en La Habana, formarían la escuadrilla para el vuelo de buena voluntad que apoyaría el empeño.
El recorrido original, con salida desde la República Dominicana, comprendía las escalas siguientes: Puerto Rico, Caracas, Trinidad y Guayana Holandesa. Desde ahí pasarían a Brasil donde visitarían Belem, Fortaleza, Natal, Recife, Bahía y Río de Janeiro, por donde abandonaría la tierra brasileña para desplazarse a Montevideo. La noticia de casos de fiebre amarilla en Asunción impidió el viaje a Paraguay. En su lugar se fueron a Buenos Aires y seguidamente a Santiago de Chile. Pondrían entonces proa al norte y visitarían a Bolivia, Perú y Ecuador. En todas partes los aviadores fueron recibidos con grandes muestras de cariño y solidaridad por parte de la población y las autoridades.
Colombia sería el próximo paso. La escuadrilla arribó a la ciudad de Cali el domingo 26 de diciembre. Allí, el gerente de la Sociedad Colombo Alemana de Transporte Aéreo puso a disposición de los aviadores el avión que los trasladaría a Bogotá, un destino imposible por sus más de 2 500 metros de altura para los aviones cubanos de insuficiente potencia. El 28, a las diez de la mañana, la delegación, confiada y satisfecha por la acogida en la capital colombiana, estaba de vuelta en Cali.
En la mañana del 29 se emprende el trayecto Cali-Panamá. El accidente ocurre poco después del despegue de las aeronaves y pone punto final al Vuelo Pro Faro de Colón. Los restos de los cubanos fueron traídos a La Habana en el crucero Patria, de la Marina de Guerra, y velados en el Salón de los Pasos Perdidos, del Capitolio. En febrero de 1938 el comandante Frank Félix Miranda regresaba por mar a la capital dominicana en compañía del mecánico Tejeda. Llevaban el avión Colón desarmado.
El 29 de diciembre de 1938, un año después del desastre de Cali, el Gobierno de la República de Cuba dispuso, en coordinación con las autoridades colombianas, la colocación de un obelisco en el lugar del suceso. En 1940, el alférez de navío Oscar Rivery Ortiz, el suboficial Juan Ríos Montenegro y el cabo Francisco Medina Pérez, mecánico —todos de la Marina de Guerra cubana—, acometieron un vuelo de buena voluntad por toda la América. Lo hicieron en el avión denominado Teniente Peláez, y visitaron durante el recorrido el sitio de la catástrofe y dejaron allí una ofrenda floral.
Frank Félix Miranda continuó su carrera en la Aviación Militar Dominicana y alcanzó el grado de brigadier general. Murió en Santo Domingo, el 20 de mayo de 1954. El avión Colón se conserva en un parque en las afueras de la base área de San Isidro, en Dominicana. Un concurso periodístico llevó el nombre de Ruy Lugo-Viña.
El Faro de Colón fue construido al fin. Las obras se iniciaron en 1986, durante el Gobierno del presidente Joaquín Balaguer, y quedó inaugurado en 1992, en ocasión de los 500 años del descubrimiento de América o del encuentro, o, mejor, del encontronazo de Europa con América. Se le llama Museo del Aire y Tumba Mausoleo del Gran Almirante Cristóbal Colón.
El Almirante no tuvo paz en vida y tampoco parece haberla tenido después de muerto. Murió en Valladolid, España, en 1506. Se le dio sepultura entonces en el cementerio de San Juan de la Cerda y poco después se transferían sus restos al monasterio de Las Cuevas, en Sevilla. Pero entre 1537 y 1559 se llevaron a Santo Domingo. De allí salieron, se dice, en 1795, y estuvieron en la Catedral de La Habana hasta 1898, cuando cesó la soberanía española en la Isla y los regresaron a Sevilla.
Esta bella historia se vio perturbada cuando se encontró la supuesta tumba de Colón en la Catedral de la capital dominicana. Lo que quiere decir que sus restos nunca salieron de allí. ¿Es así? No faltan los que aseguran que los restos verdaderos son los que estuvieron en La Habana y descansan ahora en Sevilla, aunque hay quien los ubica en los lugares más insospechados. Voces muy autorizadas, sin embargo, son del criterio de que los restos del Almirante son en efecto los de Santo Domingo. De cualquier manera, el Faro es un homenaje condigno a su memoria.
(Con documentación de Gastón Sariol)