Lecturas
El Parque Central habanero ofrecía esa noche del viernes 11 de marzo de 1949 su aspecto habitual. Sentados en los bancos, algunos veían pasar la vida. Otros conversaban y no faltaban los que esperaban que con el avance de la noche la casa botara el calor del día para volver a ella. Alguna que otra pareja, en el lugar más oscuro y recóndito, se juraba un amor eterno que tal vez no tardaría en romperse, mientras otros trataban de componer los desaguisados de la jornada. No pocos transeúntes, apremiados por la hora, recorrían la explanada a grandes trancos y otros, en cambio, se movían lentamente, como si les perteneciera todo el tiempo del mundo.
Pronto quedaría rota la calma. Había entrado en el área un grupo de marinos norteamericanos, de los llegados a La Habana el día antes como parte de la dotación de una flotilla conformada por un portaviones, tres barreminas y un remolcador. Achispados por el alcohol, los marinos del barreminas Rodman no tardaron en hacer de las suyas y provocaban o se ponían pesados con los que encontraban a su paso, poco dispuestos a soportarles la malacrianza. Uno de los marinos reparó en el monumento que se alza en el Parque Central. No tenía por qué saber que perpetuaba la memoria de José Martí, Apóstol de la Independencia de Cuba, pero debió percatarse de que representaba algo grande y reverente para los cubanos. Casi sin ponerse de acuerdo, la estatua pareció ideal al grupo de marinos para mostrar sus habilidades de acróbatas y en pocos minutos Richard Choinsgy, el más hábil de ellos, hacía visajes sentado sobre la cabeza de la escultura mientras sus compatriotas lo ovacionaban y los cubanos se arremolinaban en torno al monumento sin ocultar su indignación. Fueron inútiles las exhortaciones para que los visitantes pusieran fin al ultraje; hubo, en una discusión bilingüe, palabras gruesas de parte y parte, y los más agresivos entre los que presenciaban la escena, pertrechados de «proyectiles» en un café cercano, la emprendían a botellazos con el marino profanador.
Intervino al fin la policía. Las perseguidoras estacionadas, con motivo de unas elecciones estudiantiles, frente al Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, volcaron su personal sobre el parque. Ya para entonces, Choinsgy, convencido por los botellazos, había descendido de la egregia figura y el sargento Herbert D. White y el marino George J. Wagner, que lo habían secundado en el ultraje, trataban de protegerlo de la ira popular creciente. Sucedió entonces lo inconcebible: el único propósito de la intervención de los agentes del orden parecía ser el de disolver a toletazos y empujones a los indignados. Solo procedió la Policía al arresto de los profanadores cuando se percató de que ni siquiera los disparos efectuados al aire lograban dispersar a la multitud.
Los marinos quedaron tras las rejas del calabozo de la Primera Estación de Policía. Se multiplicaban las llamadas misteriosas y las carreras de los apaciguadores, y la calle se hacía hostil para los norteamericanos sin excepción. Marinos que bebían tranquilos sus tragos en bares y al aire libre tuvieron que marcharse precipitadamente y hasta los turistas debían sustraerse al desafío criollo. En el café El Dorado —Prado esquina a Teniente Rey— los parroquianos intentaban desalojar a un grupo de marinos cuando la Policía, a palos, disolvía a los indignados.
En la madrugada, la radio dio detalles del incidente, pero la mañana trajo el bombazo cuando la información, de primera plana, se ilustraba con una foto elocuentísima. Fernando Chaviano, un fotógrafo aficionado, había captado al marino mientras usaba como asiento la cabeza de Martí y la imagen sublevaba a cuantos no habían presenciado el ultraje.
Escribía Enrique de la Osa en la sección En Cuba correspondiente a la edición de la revista Bohemia del 20 de marzo de 1949:
«Pocas veces —tal vez nunca— se había visto en la Isla una reacción tan súbita y unánime. De todas las provincias, de todos los ámbitos de la capital llovieron sobre las redacciones de los periódicos y las estaciones de radio telegramas y declaraciones. Veteranos, obreros, campesinos, intelectuales, mujeres, asociaciones de toda índole, dieron constancia de su protesta y pidieron condigna sanción para los escarnecedores».
La indignación ciudadana creció cuando se supo que el capitán Thomas Francis Cullens, agregado naval de la embajada norteamericana, había conseguido que la Policía le entregara a los marinos presos a fin de juzgarlos según las leyes estadounidenses. Se bifurcaba el encono de la población y en un momento no se supo a quiénes se acusaba con mayor ímpetu, si a los profanadores o a los rectores de la Policía Nacional.
El día 12, en la mañana, un grupo numeroso de estudiantes universitarios se dio cita frente al edificio de la embajada norteamericana, en la Plaza de Armas. Algunos de ellos, como Alfredo Guevara y Baudilio Castellanos, resultaban fácilmente identificables. Fidel Castro, que fue de los primeros en arribar a la Plaza, daba muestras de su arrojo y acometividad. A pedradas la emprendieron los manifestantes contra la sede diplomática, cerrada, en previsión, a cal y canto. Centenares de personas se sumaron espontáneamente a los estudiantes. Exigían que los marinos culpables fueran devueltos a fin de que los juzgaran tribunales cubanos.
El embajador Robert Butler salió al balcón del edificio. Se disponía a hablarles a los congregados y no pudo hacerlo porque en ese momento desembocó en la Plaza de Armas un contingente policial bajo las órdenes del jefe de la Policía Nacional, teniente coronel José Manuel Caramés. Desplegando toda su capacidad ofensiva, los agentes del orden, entre los que se destacaba el teniente Rafael Salas Cañizares, cargaron sobre la multitud a palos y fustazos. Como uno más de los de su grupo, Caramés se afanaba en la vejaminosa tarea, lo que provocó que desde los balcones cercanos lo tildaran de «porrista» y «abusador».
Nada había realizado la Policía por impedir el escarnio a Martí. Protegió a los marinos de la cólera ciudadana y los entregó luego a sus superiores en lugar de retenerlos para someterlos al proceso legal correspondiente. Ahora, una vez más, trataba de sofocar la justa repulsa popular. Poco después Fidel y sus compañeros declaraban a la prensa: «Paradójicamente, policías cubanos atacaron a estudiantes y al pueblo que solo trataban de defender la dignidad de la patria mancillada. ¿Por qué no desplegaron esa agresividad y celo frente a los osados marineros que ultrajaron a nuestro más grande prócer?».
Cuando Butler comprendió que no aplacaría a los manifestantes, partió raudo hacia el Ministerio de Estado. Lo siguieron funcionarios de la sede diplomática y también dirigentes de la Federación Estudiantil Universitaria.
En la vieja casona de la familia Pérez de la Riva, en la calle Capdevila No. 6, frente al monumento a Máximo Gómez, el canciller Carlos Hevia esperaba al diplomático norteamericano. Lo acompañaban los embajadores Oscar Gans y Justo Carrillo, el viceministro Oscar Ruiz, el jefe de despacho… El estudiante Alfredo Guevara, que conocía al Ministro, logró colarse en la oficina.
Visiblemente contrariado, el diplomático pidió excusas por el incidente. Enseguida sometió a la consideración del ingeniero Hevia unas declaraciones escritas en las que lamentaba lo ocurrido. Los funcionarios cubanos lo escucharon con caras serias. Hevia sugirió algunas modificaciones al documento a fin de que las disculpas resultaran más digeribles y satisfactorias a los cubanos.
Con la plana enmendada, salió Butler al salón donde aguardaban periodistas y dirigentes estudiantiles. En presencia de funcionarios del Ministerio leyó el Embajador la nota que sería dada a la publicidad. Aludió el diplomático a la participación de su país en la lucha cubana por la independencia y el estudiante Guevara le salió al paso para recordarle que Wa-
shington con la Enmienda Platt conculcó la soberanía cubana y le echó en cara la impuesta base naval norteamericana en Guantánamo.
El ambiente era de franca tensión. El embajador Gans, famoso por sus eyaculaciones verbales, hablaba un rato con el diplomático Butler y otro con los estudiantes en un intento de suavizar la situación. Los universitarios por su parte insistían en restar cualquier connotación partidista a un movimiento ampliamente nacional.
Desde el Ministerio partieron todos hacia el Parque Central. Al pie de la estatua ultrajada, Butler volvió a dar lectura a su pedido de disculpas y colocó, en nombre de su pueblo, una ofrenda floral, que con mucha discreción y en un esfuerzo inútil de que nadie lo advirtiera, compró y pagó el hermano del Canciller cubano, de lo que se percató Alfredo Guevara. En ese momento los heridos y contusos dejados por la represión policial en la Plaza de Armas seguían siendo asistidos en las casas de socorro. Se conserva una foto en la que se aprecia al estudiante Baudilio Castellanos en el momento en que mostraba a la prensa las marcas de la salvaje golpeadura de que fue objeto por parte de la Policía. Fidel Castro observa la escena. Cuatro años después, Castellanos participaría en el juicio por los sucesos del cuartel Moncada como uno de los abogados de los atacantes.
Tras las palabras del Embajador y la colocación de la ofrenda floral, que no apagaron la protesta cívica, un joven cubano, visiblemente emocionado, exclamó en alta voz: «Bueno, pero ¿esto se va a quedar así?».
El 13 de marzo, el editorial del diario Prensa Libre declaraba liquidado el incidente. En la nota, firmada por su director, Sergio Carbó, se decía que la insolencia de cuatro marineros borrachos no podía empañar las buenas relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Tachaba de demagogos y patrioteros a los que insistían en mantener en alto la protesta y decía que «mejor sería emplear fructuosamente el patriotismo en hacer un monumento grandioso al mártir de Dos Ríos». Porque, añadía Carbó, la culpa de todo la tenía el monumento del Parque Central, chato, feo, carente de valores artísticos. Precisaba el editorial de Prensa Libre:
«Posiblemente los profanadores exhibirán una excusa: ¿cómo íbamos a saber que se trataba de la figura más portentosa de la historia cubana con una estatua tan pobrecita? Si los cubanos no ponemos su glorioso recuerdo a la altura merecida, ¿cómo extrañarnos de que los borrachos extranjeros, acostumbrados a medir los méritos históricos por las proporciones ciclópeas, se encaramen en la cabeza de nuestros héroes?».
El mismo día 13 levaba anclas la flotilla de guerra norteamericana, como medida adicional para echar tierra al asunto. Pocos días después se sabía de la sanción dictada contra Choinsgy, el principal culpable. Una corte militar lo condenaba a 15 días de confinamiento en el barreminas donde cumplía servicio.
(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa y Julio García Luis e información oral de Alfredo Guevara)