Lecturas
Como lugares llenos de «color y vida» califica el novelista Alejo Carpentier a los mercados de abasto habaneros. Lo hace en una de las crónicas que, bajo el rubro de La Habana vista por un turista cubano, dio a conocer entre 1939 y 1940 en la revista Carteles.
Visita el escritor al ya desaparecido Mercado de Colón, en la llamada Plaza del Polvorín, y el Mercado Único de Cuatro Caminos y deja constancia de los nombres de algunos de los establecimientos radicados en estos y de las pinturas que los adornan, expresión de la legítima cultura popular cubana. Llama su atención «el lindo comercio de los herbolarios», es decir, el de los que se dedican a la venta de plantas y yerbas medicinales, y alude a las guaraperas, a las que nunca llamará de esa forma, sino «trapiches en miniatura», y también «industria de abolengo y tradición merecedora de toda simpatía». Anota, como al descuido, con respecto a esas un dato de interés y que sería bueno corroborar: advierte cómo proliferan esos trapiches en ciertas calles populares de la ciudad, pero dice que no recuerda haberlos visto antes de su partida a Europa, en 1928. Escribe:
«A dos pasos del Mercado Único se encuentra [una guarapera llamada] El Central King Kong —cuyo nombre es un acierto en cuanto a sinónimo de lo gigantesco, de lo ciclópeo. En la pared principal de este establecimiento se encuentra una preciosa pintura popular, que plasma los vastos sueños industriales de su propietario. Pintura ingenua, pero bien entonada —en blanco, rojo y verde— que sería digna de figurar en un museo del folclor. Un árbol, en el primer plano, me recuerda los que llenaban los cuadros vegetales del delicioso Aduanero Rousseau».
Prosigue el novelista: «Llevad esa pintura a la escala de un escenario, y tendréis una estupenda decoración para un ballet cubano inspirado en motivos y ritmos de la molienda».
Penetra Carpentier en el edificio del Mercado Único y se detiene ante un establecimiento donde en jaulas que llegan desde el piso hasta el techo se hacinan las aves como «los habitantes de un rascacielos neoyorquino». Se trata de una pollería que se llama El Escorial. Un precioso caso de humorismo involuntario es ya, por sí mismo, un expendio de pollos que lleve el nombre ilustre del panteón de los reyes de España… Una semana después pasa otra vez el narrador ante el mismo establecimiento y un nuevo letrero hace la situación más hilarante. Debajo de El Escorial había florecido otro cartel. Decía: «Hay jutía ahumada».
El primer mercado público que registra la crónica habanera se ubica en la Plaza de San Francisco. Al parecer, los frailes del convento no se sintieron entusiasmados con tal vecindad y, de una manera o de otra, se las arreglaron para que los vendedores recogieran sus bártulos y emplazaran sus comercios en la Plaza Vieja, llamada Nueva entonces, y en la del Cristo. No se piense que se trataba de edificios habilitados al efecto, sino conjuntos de tarimas de madera, cubiertas o descubiertas, utilizadas por los expendedores. No será hasta la centuria siguiente cuando se construyan los primeros edificios destinados a mercado: el de Cristina, en la Plaza Vieja, y el del Cristo, en el espacio de ese nombre. Eso ocurrió alrededor de 1836. Siete años más tarde surgía el primitivo Mercado de Colón, en la calle de las Canteras, vía que no tardaría en adoptar el nombre del Gran Almirante.
Desde 1818 ocupaba la manzana comprendida entre las calles de Reina y Dragones, Águila y Galiano, un edificio que albergaba carretillas y casillas que surtían de productos del agro a esa parte de la ciudad. Por el lado de Galiano había una fonda en la que su propietario, en una pared, había hecho pintar un cuadro que representaba al buque Neptuno, el primer barco de vapor que realizó viajes entre La Habana y Matanzas a partir de 1819. Esa Plaza del Vapor, como se le llamó en virtud de aquella pintura, fue totalmente reconstruida en 1836. De la remodelación emergió un edificio de vastas proporciones y no exento de elegancia, caracterizado por sus colosales arcadas de sillería, alta bóveda, bellos antepechos y una fachada monumental asomada a la calle Galiano. Se llamó a este edificio Mercado de Tacón, como guatacazo al Capitán General actuante, pero para los habaneros no fue nunca más que la Plaza del Vapor, y tanto se arraigó ese nombre en el imaginario popular que hoy, a 50 años de la demolición de aquel inmueble, así se le sigue denominando al espacio ocupado desde entonces por el parque del Curita.
En 1918 la Plaza del Vapor dejó de ser mercado de abasto y consumo, y los vendedores se trasladaron a los terrenos de la desaparecida estación de trenes de Villanueva, donde se construiría el Capitolio. Pero con el tiempo volvería a ser mercado, sin contar que sus portales nunca dejaron de serlo. Lo ocupaban pequeños establecimientos donde se expendían frutas, mariscos, zapatos, sombreros… mientras que los pisos superiores se destinaban a viviendas; unas 200. Pero la Plaza del Vapor fue, sobre todo, el mayor expendio de billetes de toda la Isla. Se calcula que allí se vendía la mitad de los boletos que semanalmente emitía la Renta de la Lotería Nacional.
Hubo que esperar por el derribo de las murallas para dotar a la ciudad de un nuevo mercado. A partir de 1882 se construía en la Plaza del Polvorín —Monserrate, Zulueta, Ánimas y Trocadero— el nuevo Mercado de Colón. El Ayuntamiento habanero se gastó el billete en este inmueble que daría cobijo a unos 200 establecimientos comerciales de todo tipo y a no menos de 500 familias. Se construyó a un costo de cien mil pesos oro español y el resultado fue un edificio que por su majestuosidad y belleza fue elogiado sin reserva por arquitectos de la talla de Fernández Simón y Joaquín Weis, y al que el arquitecto Benz Arrate calificó no ya de «obra maestra», sino de «obra de arte».
El Mercado de Colón se clausuraría en 1947. En su espacio se edificó el Palacio de Bellas Artes. Por un momento se pensó que el edificio del mercado podría preservarse y adaptarse a Museo Nacional y, en efecto, su remodelación se confió al arquitecto Evelio Govantes, que llegó a construir una muy bella portada asomada, no sobre la calle Zulueta, como hasta entonces, sino sobre el parque Zayas (actual Memorial Granma). Pero los funcionarios responsabilizados con el Museo quisieron para esa institución un edificio del todo moderno y funcional y el local del viejo mercado fue demolido. Con él desaparecía uno de los mejores ejemplos de la arquitectura civil del período neoclásico habanero.
Cuando se clausuró, los comerciantes que allí se asentaban se trasladaron al patio central de la Plaza del Vapor. Cuando este mercado también dejó de existir en los años iniciales de la Revolución, los que operaban en sus predios fueron a parar a casetas de zinc y madera construidas en el terreno de la calle Amistad entre Estrella y Monte, donde estuvieron el café de Marte y Belona y la famosa academia de baile del mismo nombre, ya entonces demolidos.
Otro mercado más hubo en La Habana a comienzos del siglo XX. El de la Purísima Concepción, en la manzana comprendida entre las calles de Clavel, Quinta, Príncipe y Concha, en la barriada de Luyanó. Comenzó a funcionar en 1914, y en principio estaba autorizado para hacerlo hasta 1944, pero se vio obligado a cerrar cuando se abrió el Mercado General de Abasto y Consumo o, lo que es lo mismo, el llamado Mercado Único de La Habana o de los Cuatro Caminos.
La Habana había tenido un crecimiento lento. Desde su asentamiento a la vera del puerto de Carenas, había demorado más de 300 años para llegar a la calle Galiano. Demoraría 20 años más en llegar a Belascoaín, y otro medio siglo para empatarse con Infanta, aunque ya la población se escurría hacia el Cerro, los Puentes Grandes, los Quemados de Marianao, Jesús del Monte, los caseríos de la Víbora y Arroyo Apolo, el Vedado… Todavía a comienzos del siglo XX las vacas que daban leche a la capital pasaban la noche, en su mayoría, en dos grandes establos: los espacios que ocupan la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) y el Mercado Único. De ahí que para un habanero definitivo como Manuel Sanguily todo lo que quedara más allá de Belascoaín era el campo.
Tres caminos principales arrancaron de la Muralla. Los de Monte —el más importante, que fue hasta prácticamente el otro día la vía principal de entrada y salida entre la ciudad y las afueras— San Antonio Chiquito, que iba hasta el actual Cementerio de Colón por las vías de Reina, Carlos III y Zapata, y el de San Lázaro. Gracias a la calle Belascoaín —llamada primero Gutiérrez y luego De la Beneficencia— San Lázaro se unió a partir de 1782 con Monte. En Monte y Belascoaín había una marisma. Se rellenó y surgieron los Cuatro Caminos.
Muy cerca de allí, en la manzana enmarcada entre Monte, Cristina, Arroyo y Matadero, se edificó en 1920 el Mercado General de Abasto y Consumo. Un edificio de dos plantas, con sótano y un paso a nivel hacia otra edificación de la manzana aledaña. Se construyó a un costo de 1 175 000 pesos y fue una concesión del Ayuntamiento de La Habana a favor de Alfredo Hornedo y Suárez, avispado político y empresario, que gracias a esa licencia lo operaría durante 30 años. Cuando dicho permiso estuvo a punto de vencerse, Hornedo se gastó una fortuna con el fin de hacer elegir Alcalde de La Habana a su sobrino Alfredo Izaguirre, que podría prorrogárselo. No lo logró, pero la concesión siguió girando a su favor, aunque con ligeras variantes.
¿Por qué «Único»? Porque la concesión le otorgaba ese privilegio para el término municipal de La Habana. Eso quería decir que se prohibía la apertura de un establecimiento similar en un radio de dos kilómetros y medio y de casillas de expendio —los humildes puestos de viandas y frutas— en 700 metros a la redonda. Por eso debió cerrar el mercado de la Purísima, aunque se permitieron mercados libres en el Vedado y en el Cerro.
No había en Cuatro Caminos espacios subutilizados. Un humilde metro cuadrado podía producir al que lo operaba ganancias de consideración, por no hablar de las grandes tarimas para el expendio al por mayor. Era como una colmena. La mercancía entraba tarde en la tarde o ya de noche. Se distribuía por las casillas y se vendía de madrugada. Por la mañana, a las nueve, apenas quedaban productos en oferta y si quedaban se vendían a precios bajos a los carretilleros. Resultaba preferible salir de ellos de cualquier manera que guardarlos en las cámaras de frío del mercado. Sobre las 11 de la mañana cesaba todo tipo de negociación. Era la hora de la limpieza.