Lecturas
Una modesta casa de comidas, asentada en la esquina de Zanja y Rayo, y un puesto destinado al expendio de frutas y frituras dieron origen, en 1858, al Barrio Chino de La Habana. Creció la barriada con celeridad asombrosa y cien años después abarcaba el cuadrante entre las calles Zanja y Salud y Galiano y Lealtad. Ya para entonces, nuestra «ciudad amarilla», como le llamó el escritor Alejo Carpentier, era la mayor colonia china de América Latina.
En 1899 vivían unos 15 000 chinos en Cuba, de los cuales 49 eran mujeres. Pero en 1902 la intervención militar norteamericana puso freno a la abundante emigración asiática y ya en 1907 apenas quedaban 11 800, cifra que seguiría disminuyendo. Una gran emigración tuvo lugar en los años 20 y hacia 1930 eran 24 000 los chinos asentados en Cuba. Treinta años después, tras el triunfo de la Revolución, la colonia china se despuebla. Salen de Cuba primero los más ricos y les siguen los que se espantan solo de pensar que verán repetirse aquí los sucesos de 1949 en China.
Altas y bajas tendría el barrio a lo largo de su historia. Entre 1867 y 1868 operaban allí tres sociedades de socorro mutuo y, con la incorporación de chinos ricos procedentes de California, no tardarían en abrir sus puertas empresas importadoras de productos asiáticos, el periódico, un restaurante de lujo en la calle Dragones y el teatro de Zanja y San Nicolás, donde la puesta en escena de una ópera podía durar 15 días o repartirse su representación en 12 jornadas de cuatro horas cada una.
La subida de los precios del azúcar como consecuencia de la Primera Guerra Mundial llevó prosperidad al Barrio Chino. Arribaron entonces mercaderes enormemente ricos a sus predios. Tenían capital suficiente para contratar en Cantón, en Shangai o en San Francisco de California a las mejores compañías de teatro dramático. Gracias a ellos pudo verse, a lo largo de todo un año, en uno de los teatros de la zona, a Won Sin Fon, una de las grandes actrices chinas del siglo XX, decía Carpentier; una mujer de belleza extraordinaria, bailarina, un poco acróbata, que conocía todos los papeles y representaba todos los grandes ciclos clásicos del teatro de su país.
Otro momento de bonanza para el Barrio Chino habanero llegó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno de Pekín otorgó a la colonia una ayuda sustancial para abrir y operar una escuela de idiomas en la ciudad. Fue así que se adquirió un edificio de dos plantas en la calle Manrique entre Zanja y Dragones y se habilitaron dormitorios para pupilos procedentes del interior de la Isla. Se enseñaba cantonés, que era el dialecto de los chinos en Cuba, y mandarín, que era el idioma nacional; un sistema de enseñanza asentado en un chino básico y moderno, con 5 000 caracteres, en lugar de la cartilla antigua basada en las máximas de Confucio. Con el triunfo de la Revolución china y la toma de Pekín por las tropas de Mao dejó de recibirse el dinero que permitía mantener la escuela y la enseñanza del idioma quedó en manos sobre todo de la iglesia presbiteriana china, que, por otra parte, la había iniciado en los años 30.
Finalizada la contienda bélica y normalizada la situación internacional, la colonia china habanera acometió la construcción de muchos edificios sociales y comunitarios. Se edificó el local del Kuomintang o Partido Nacionalista chino, en Zanja No. 306, y un teatro en la calle Manrique. Se ejecutaron asimismo edificios más pequeños para las sociedades familiares por apellidos, como los Chang, los Lee, la sociedad Lun Kwong Kun Sol, para los cuatro apellidos chinos, la de los naturales de Kow Kong… También se edificó, en la calle Amistad No. 420 entre Barcelona y Dragones, el Casino Chino.
A diferencia del garito que entre 1952 y 1958 —los años de la dictadura de Batista— funcionó en San Nicolás entre Dragones y Zanja, y al que la policía batistiana garantizaba protección por mil pesos diarios, el Casino Chino Chung Wah no patrocinaba juego alguno. Dicen los especialistas que resulta erróneo llamar «casino» a lo que es en verdad una federación de sociedades que propendía a la unión de toda la colonia por encima de filiaciones político-partidistas. Tenía delegaciones en todas las ciudades de la Isla donde viviera determinada cantidad de chinos.
¿Cuál era entonces su objetivo? Uno de estos al menos era el de dirimir querellas o conflictos entre afiliados a distintas sociedades; diferencias que casi nunca llegaban a los tribunales. Si dos chinos del mismo apellido y afiliados por tanto a la misma sociedad tenían un pleito, sus directivos zanjaban o componían la desavenencia. El Casino intervenía cuando los querellantes pertenecían a sociedades diferentes.
En el tercer piso del inmueble se localizaban la secretaría del Casino y el amplio salón de fiestas y recepciones. En el segundo, el consulado del Gobierno de Taipei. El primer piso daba cabida a la oficina central en Cuba del Banco de China, controlado por el Gobierno nacionalista. Dicha oficina fue la primera sucursal que el Banco de China abrió en América Latina y destinó sus créditos durante varios años a la colonia china, sobre todo al Casino Chung Wah, hasta que en 1953 diversificó su cartera de clientes y otorgó préstamos a empresas agrícolas y azucareras cubanas y a entidades como la Concretera Nacional y las Tiendas Flogar S.A.
La construcción del edificio del Casino Chino en la calle Amistad la matiza la anécdota. Cuando se decidió acometer dicha obra se supo que esa entidad, que se suponía propiedad colectiva de toda la colonia, tenía un dueño con nombre y apellidos. Y lo mismo sucedía con el cementerio de la Avenida 26, en el Nuevo Vedado. Pertenecían legalmente a los herederos del cónsul de China en Cuba, que los había adquirido en representación y con dineros de sus compatriotas, pero que llegado el momento los inscribió a su nombre en el Registro de la Propiedad. Ese funcionario de tiempos del imperio Manchú era ya fallecido y ambas propiedades pertenecían a sus herederos.
La situación obligó al Casino Chino a interponer un juicio de mayor cuantía. Pidió para los herederos del cónsul la prescripción adquisitiva del dominio en virtud de tener el demandante posesión quieta y pacífica de ambas propiedades de manera ininterrumpida por más de 30 años, precepto autorizado por el Código Civil aun sin necesidad de justo título. Casi un año más tarde conseguía el Casino la sentencia favorable y lograba la inscripción a su nombre de ambas propiedades.
El primer domingo de abril es, para los chinos, el día de los fieles difuntos. Ese día, según el rito budista, llevan incienso y flores a la tumba de sus seres queridos y también comida, sobre todo pollo o cerdo, invariablemente asado. No dejan allí los alimentos. Cuando deciden marcharse, los recogen en medio de inclinaciones de cabeza, y los llevan a la sociedad a la que pertenecen, donde los consumen.
Al igual que el cementerio, otras instituciones chinas se hallaban fuera del barrio. El asilo de ancianos radicaba en Jacomino, y en Lawton la clínica Kow Kong, pequeña si se le comparaba con las casas de salud de la colonia española, pero que contaba con varios pabellones, uno de estos para dar atención a los tuberculosos. La Cámara de Comercio de China, con local propio en Reina No. 161, agrupaba a los almacenistas importadores y a los dueños de grandes tiendas de víveres.
Dentro del barrio tenían sus sedes los agricultores y cosecheros de hortalizas, los lavanderos, los fruteros y los bodegueros. También la Asociación de Restaurantes y Fondas Chinas de Cuba, con domicilio social en la calle Barcelona no. 106 (altos) que era, después de la Cámara de Comercio, la asociación profesional china más rica y poderosa: tenía más de 150.
Las fondas de chinos, que proliferaban en toda la ciudad, resolvían el problema de la alimentación a sectores de pocos recursos. Sucedía lo mismo en los puestos de fruta, donde por unos pocos centavos se ofertaban el bacalao con pan (un bacalao seco, con espinas y pellejo que venía de Noruega en cajas de madera), las manjúas fritas y los bollitos de carita. Para lograr esa fritura, se pasaba el frijol carita dos veces por un molino de piedra que se accionaba con la mano. La primera vez, para sacarle la cáscara luego de haberlo mantenido en remojo durante largas horas. Se volvía a moler para sacarle la masa blanca en forma de pasta que, salada al gusto y con un poco de ajo, se freía en una manteca blanca como un coco que se importaba en barrilitos de cien libras. En aquellos puestos se compraba tomate con ají y se pedía «la contra» de perejil y las manzanas y las peras venían siempre envueltas en un papel color violeta.
Se dice que la mejor cocina china típica era la del restaurante Pacífico, situado en el quinto piso del edificio de la calle Cuchillo esquina a San Nicolás, en el mismo corazón del Barrio Chino habanero, y al que se accedía gracias a un elevador estrecho en el que malamente cabían unas cinco personas incluyendo al ascensorista. Era en ese salón donde las principales entidades chinas radicadas en La Habana celebraban sus fiestas con banquetes de hasta 15 platos. No faltaban en el menú entonces la sopa de golondrinas, las aletas de tiburón, las palomitas fritas, el pato pekinés, la langosta a la cantonesa… que «se bajaban» con la lechosa fría de almendras que se ingería al final.
Precios módicos se conseguían en La Muralla China, otro de los restaurantes de la barriada, en Zanja esquina a San Nicolás, mientras que en el Mercado Único de La Habana, los hermanos Federico y Armando Choy hacían dinero con aquella sopa china que quitaba la borrachera y revivía a los muertos y que gracias a Lisandro Otero pasó a la literatura. Operaban en el segundo piso del Mercado la casa de comida que llevaba el nombre de La Estrella de Oro. Tan bien les fue que no demoraron en abrir, en la Calzada de Monte, una Segunda Estrella de Oro.
A medida que mejoraba la economía del país, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, abrieron los chinos algunos establecimientos de más lujo, como la cafetería América y el salón Galiano, ambos en la calle de ese nombre y la primera, al lado del cine. El salón Hollywood y la cafetería Oriental en Neptuno. El restaurante Daytona, en Industria casi esquina a San Rafael. Restaurantes más lujosos fueron El Mandarín, en el edificio Radio Centro, al comienzo de La Rampa habanera; el Hong Kong, en los altos de una agencia de automóviles en el edificio de 23 y 26; y el Saigón, en el lujoso y exclusivo reparto Miramar. En un poema que dedicó a José Lezama Lima, Roberto Fernández Retamar evoca las comidas de ambos en el desaparecido restaurante Cantón, frente al Hotel Plaza, donde la noche se abría, por supuesto, con mariposas y aparecían los platos suspensivos, bambú y frijoles trasatlánticos, junto al aguacate y la modestísima habichuela… Ciudad amarilla en medio de un país mulato.