Lecturas
Cesa la guerra con el Pacto del Zanjón. El mayor general Máximo Gómez no quiere permanecer en Cuba. Pretende trasladarse a Jamaica y con ese fin se dirige al general Arsenio Martínez Campos, a quien apodan El Pacificador por haber puesto fin a una contienda que duraba ya diez años. Quiere Gómez que, en virtud de los acuerdos, el gobierno colonial le ofrezca las facilidades para salir de la Isla.
—No piense usted en eso. Hombres como usted son los que me hacen falta para llevar adelante mi obra de reconstrucción del país. Así que pídame lo que quiera; menos la mitra de un obispo, que es cosa del Papa, todo se lo concedo —dice Martínez Campos.
Gómez parece no escucharlo. Reitera:
—Lo único que deseo, General, es el barco, en cumplimiento de lo acordado.
Insiste el jefe español:
—Mire, Gómez, todavía me queda medio millón de pesos. Ese dinero puede ser suyo.
Gómez se indigna.
—Recuerde, General, que si usted tiene entorchados, yo también los tengo, y que está usted obligado a respetarme. Estos andrajos con que me ve cubierto valen más que cuanto España puede ofrecerme. Yo no he venido aquí sino a pedir el cumplimiento de lo pactado en el Zanjón: un barco para salir de Cuba. No puedo admitirle a usted dinero. Si lo hiciera, usted mismo me despreciaría.
Dice Benigno Souza en su biografía de Máximo Gómez que los días que el General pasa en Jamaica son los más crueles y humillantes de su vida. Cubanos radicados en esa colonia británica y que se habían mantenido bien al margen de la guerra, mal informados por las noticias que les llegaban desde Nueva York, acusaban a Gómez de ser el responsable del Pacto del Zanjón y de haberse vendido al oro español; las mismas imputaciones que no demorarían en hacer a Maceo.
No fue Gómez quien propició el Pacto ni lo aconsejó ni lo llevó a cabo. Y se sabe que llegó a Jamaica con una onza de oro en el bolsillo, la que le quedaba de las seis que le prestó su primo, el coronel dominicano Tejada y que el General había compartido con sus ayudantes.
En los alrededores de Kingston, para vivir —tiene mujer y tres hijos— se ve obligado a trabajar como jornalero en una finca. El comandante Manuel Calás, su compañero de armas desde el 68, observa al Generalísimo doblarse sobre la tierra con su azadón y al recordar al héroe de Palo Seco y Las Guásimas, tantas veces vitoreado por sus hombres entre el humo y el olor de la pólvora, no puede contenerse y se echa a llorar.
Uno de los primeros cubanos que acude en ayuda de Gómez es el general Julio Sanguily. Antes de salir de Cuba, Sanguily entregó su machete, con empuñadura de plata, al que fuera su jefe en los combates victoriosos de La Sacra y El Naranjo, El Jíbaro y el Cafetal González. Ahora, al escribirle desde Nueva York para remitirle 20 libras esterlinas, le ruega la devolución del arma que quiere conservar como reliquia.
Respuesta de Máximo Gómez: «En cuanto al machete que me pide, solo me queda la hoja. Un día, en que mis hijos no tenían pan, para darles de comer vendí la plata del puño».
En su campamento de La Araucana, en Camagüey, recibe el mayor general Máximo Gómez la visita de un señor procedente de Las Tunas. Es de apellido Machado y trae un cargamento de queso que quiere obsequiar a la tropa.
El Generalísimo agradece el presente y conversa animadamente con el visitante hasta que el hombre revela el verdadero propósito de su visita. Tiene un hijo en el campamento y pide al guerrero que no lo lleve con él a Las Villas. Interrumpe Gómez la plática y llama a su asistente. Le dice:
—Comandante, devuélvale los quesos al señor Machado, que está de prisa y se va para Las Tunas.
El médico queda en posición de firme; no pronuncia palabra alguna. Sabe, por el tiempo que lleva a su lado, que cuando el General en Jefe sermonea a un subordinado lo mejor es permanecer callado a fin de salir del incidente lo más airoso posible.
Gómez está que echa chispas. Pidió al médico que atendiera al alférez Medina, inválido a causa de heridas de guerra. El doctor Gustavo Pérez Abreu sabe que se trata de un caso quirúrgico y se niega a operarlo. Aduce varias razones: no hay cloroformo suficiente para la anestesia que requiere una intervención quirúrgica como esa y, aunque lo operara, el paciente no podría disfrutar en ese campamento de la necesaria inmovilidad que debería guardar durante la convalecencia. Además, sentencia el médico, no era el del alférez Medina un caso de urgencia; de ahí que recomiende su traslado a Camagüey, donde existen más garantías para el éxito de la operación y el tratamiento posoperatorio.
—¿Que no es de urgencia y el hombre no puede caminar? ¿Que no hay cloroformo y de Ciego de Ávila se saca cuanto se desee? ¿Que debe estar inmóvil y usted aconseja llevarlo a Camagüey, lo que equivale a someterlo a una marcha penosa…? —brama el Generalísimo hasta que, más calmado, termina por aceptar las recomendaciones de Pérez Abreu.
Pocos días después llama Gómez otra vez al médico. Debe trasladarse de inmediato al hospital de campaña donde tres combatientes de la infantería, que manda el comandante José D’Estrampes, aguardan por sus servicios. Autoriza a que lo acompañen el periodista Frederick O. Sommeford, corresponsal de The New York Herald; Manuel María Coronado, auditor del Ejército y que había sido, y volvería a serlo después de la guerra, director del periódico habanero La Discusión, y el doctor José Canela, de visita en el Cuartel General.
Los heridos son el sargento primero José Cipriano Palacios, oriental, con fractura en la tibia y el peroné de la pierna derecha y puntos de gangrena en las heridas; el sargento segundo Faustino Torres, de Guantánamo, con un balazo en el cuello, y el pinareño Atilano Guerra, con dos heridas en un muslo y una bala incrustada en un pie.
Actúa el doctor Pérez Abreu con diligencia y, de vuelta al Cuartel General, se presenta ante Gómez para dar cuenta del resultado de su misión. Espera que el Generalísimo lo felicite. Lejos está de imaginar lo que le viene encima.
—Yo sé porqué, yo sé a qué se debe todo… El periodista norteamericano no estaba aquí cuando le pedí que atendiera a Medina; por eso no había cloroformo ni el caso era de urgencia, según me dijo. Ahora, estos tres casos sí eran de urgencia y había el cloroformo necesario para asistirlos… Yo sé porqué… Porque quiere que el norteamericano hable sobre usted en su periódico de Nueva York.
El médico, en posición de firme, aguanta el chaparrón.
Muy joven empezó Bernarda Toro, Manana, su vida al lado de Máximo Gómez. Lo acompañó en la manigua en la Guerra de los Diez Años, y en esta perdieron a los dos primeros hijos que procrearon y vivieron los siguientes vástagos sus años iniciales. Lo sigue Manana en su peregrinar, luego de finalizada la contienda, hasta que se establecen en Montecristi, en la tierra dominicana del General.
Cuando Gómez, en compañía de José Martí, abandona lo suyo para volver a Cuba, queda Manana, estoica y firme, en Montecristi. Teme por la suerte de sus seres queridos que van a la guerra y allí recibe la noticia de la muerte de su hijo Panchito junto al cadáver de su jefe, el mayor general Antonio Maceo.
La situación de la familia es precaria, tanto que don Tomás Estrada Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano, asigna a Manana una pensión que le ayude a atender las necesidades más apremiantes.
No se hace esperar la respuesta de la mambisa:
—Es una inmensa dicha para mí que mi hijo Maximito, todo un hombre ya pese a sus 17 años, represente dignamente a su padre en la casa, y que con su trabajo diario cubra las necesidades de la familia. No estamos dispuestos a convertir en pan el dinero que debe emplearse en pólvora.
El comandante Cosme de la Torriente confirma la triste noticia. Maceo está muerto y también Panchito Gómez Toro, el hijo del Generalísimo. Impuesto del suceso, Gómez se pone de pie y estrecha la mano que, en solidaridad, le extienden Torriente y sus acompañantes. Días después escribe el General a María Cabrales, viuda del Titán:
«Con la desaparición de ese hombre extraordinario pierde usted al dulce compañero de su vida, pierdo yo al más ilustre y al más bravo de mis amigos y pierde, en fin, el Ejército Libertador a la figura más excelsa de la revolución».
Cuenta a María que, junto al heroico guerrero, cayó también su hijo y que fueron sepultados en la misma fosa, «como si la Providencia hubiera querido con este hecho conceder a mi desgracia el triste consuelo de ver unidos en la tumba a dos seres cuyos nombres vivieron unidos en el fondo de mi corazón». Añade a renglón seguido:
«Usted que es mujer, usted que puede sin sonrojarse ni sonrojar a nadie entregarse a los inefables desbordes del dolor, llore, llore, María, por ambos, por usted y por mí, ya que a este viejo infeliz no le es dable el privilegio de desahogar sus tristezas íntimas desatándose en un reguero de llanto».