Lecturas
La muerte es algo impredecible y también inevitable. Todo el mundo se muere cuando le llega la hora, no antes ni después. Sin embargo, hay gente que fallece, y no precisamente por accidente, en circunstancias inusitadas, sorpresivas, cuando nada parece presagiar el final.
El poeta cubano Julián del Casal, sin ir más lejos, murió de risa. Así como lo cuento. En efecto, en la noche del 21 de octubre de 1893, cenaba en la casa del doctor Santos Lamadrid, en el Paseo del Prado. Ya al final de la comida, uno de los comensales hizo un chiste, Casal dejó escuchar una estruendosa carcajada y, de pronto, su risa se vio interrumpida por una violenta hemorragia que puso fin a su existencia. Era un hombre triste y melancólico. Enfermo. Rubén Darío, en las páginas que le dedicó en Los raros, alude a sus contactos con el poeta y recuerda haberlo visto alegre solo el día en que visitaron el cementerio de Colón. De ahí que José Lezama Lima en el poema que dedicó a Casal escribiera: «Tú, que viviste como un delfín muerto de sueño / alcanzaste a morir muerto de risa».
También las cosas empezaron bien y acabaron mal para la señora que hoy identificamos como la «vieja del doble tres». Jugaba una partida de dominó y cuando se disponía a «pegarse» con la mencionada ficha, el compañero que la precedía le «mató» la jugada y la posibilidad del triunfo. Quedó la mujer con la pieza en la mano levantada y el sabor amargo de la derrota en los labios. No había abandonado aún la mesa cuando la fulminó un ataque cerebral. En la losa que cubre su tumba, sus familiares y amigos reprodujeron los últimos movimientos del partido, y la jardinera de su sepultura imita un doble tres.
Lo de Antonio López Camero parece cosa de película. Quizá llegara a pensar que tenía siete vidas. Durante la dictadura batistiana, esbirros del sanguinario Esteban Ventura Novo lo dieron por muerto en tres ocasiones y en las tres se equivocaron. Dos de estas, cuando lo arrojaron desde lo alto del Paso Superior, y la otra cuando, destrozado por la tortura, lo abandonaron a su suerte en las márgenes del río Almendares.
Apresado de nuevo, López Camero fue sometido, durante veintidós noches consecutivas, a suplicios indescriptibles en los sótanos de la Novena Estación de Policía antes de que se le remitiera a la Cárcel de La Habana, con sede en el Castillo del Príncipe, y de allí salió al desplomarse la dictadura.
De pronto, la alegría de la libertad. El júbilo por la caída del régimen batistiano y la victoria de las huestes rebeldes. Salió de El Príncipe con el resto de los presos el 1ro. de enero. Pero Antonio López Camero no llegó vivo a su casa. Se vio envuelto en un tiroteo casual y murió de una bala que no era para él.
La última sonrisaSe dice que poco antes de iniciarse la manifestación antimachadista del 30 de septiembre de 1930, Carlos Prío dijo a sus compañeros en la Asociación de Estudiantes de Derecho: A esta manifestación le hace falta un muerto.
Rafael Trejo, que lo escuchaba, comentó a su vez: Ese muerto debes ser tú, Carlos, que eres de los más conocidos entre los estudiantes.
Ya en la calle Infanta, sonó un disparo y Pablo de la Torriente Brau cayó al suelo. Con los ojos cubiertos por la sangre, creyó que había recibido un balazo. Cuando llegó al hospital de Emergencias vio que de un automóvil bajaban a Trejo y pensó que aquel disparo pudo haber sido para otro. Así fue. A él, realmente, un policía lo había golpeado con su tolete. Médicos y estudiantes hicieron las primeras curas a los heridos y Pablo recuperó el conocimiento y lo perdió una y otra vez. En un momento de lucidez escuchó que un médico decía: Este puede salvarse, pero ese otro muchacho (Trejo) se muere sin remedio.
Después trasladaron a los heridos a la Sala de Urgencia y los colocaron en camas contiguas. Pablo sintió unas náuseas angustiosas y entre convulsiones comenzó a vomitar toda la sangre que había tragado. Trejo, tranquilo sobre su cama, lo miraba. Le sonrió como para darle ánimos en aquel momento doloroso, pensando acaso que su compañero estaba mucho peor que él. Pablo volvió a perder la conciencia. Luego le administraron unos calmantes y durmió profundamente. A la mañana siguiente, el silencio del hospital le reveló la verdad. Nadie tuvo que decírsela. Solo preguntó: ¿A qué hora murió?
Trejo, que iba a morir, se había despedido de Pablo con una sonrisa abrumadora. Su última sonrisa.
Envuelto en llamasCasal intuyó la muerte temprana de la poetisa Juana Borrero y así lo dijo en Virgen triste, uno de sus poemas más recordados. Ella murió sin haber cumplido los 20 años, en 1896, víctima de una pulmonía, en Cayo Hueso, donde, por sus ideas independentistas, buscó refugio su familia. Allí, poco antes de morir, Juana dijo a su novio: Me muerde la sierpe que llevo oculta en el pecho, y visitó el cementerio donde sería enterrada, «para reconocer la tierra donde se levantaría su morada en la eternidad».
Por suerte, no siempre se cumplen esas premoniciones de poeta. Y ahí está el caso de Nicolás Guillén, que tenía 19 años cuando escribió: «Tengo el presentimiento de que me iré temprano...» y vivió sin embargo más de 80.
A Ana María, una de las hermanas de Juana, la muerte la tomó por sorpresa. «Cubría» en México, como enviada especial de un periódico habanero, la visita a ese país del presidente norteamericano Harry S. Truman y perdió la vida aplastada por la muchedumbre de espectadores, en un motín circunstancial.
En Carteles, en Vanidades, en Ellas, en Bohemia y en el Diario de la Marina... en casi todas las revistas y los periódicos cubanos había dejado Ana María Borrero su impronta. Estaba excepcionalmente dotada para hacer un poema de cada vestido de mujer. Pero descuidó la alta costura, que tan pingües ganancias proporcionaba a su firma, porque el duende pobre del periodismo reclamaba esa firma para sí, y como periodista encontró la muerte.
Su caso es parecido al de Ruy de Lugo-Viña, muerto en un accidente cuando participaba como cronista oficial en el vuelo Pro Faro de Colón, en 1937.
Lugo-Viña nació en Santo Domingo, en la antigua provincia de Las Villas, en 1888, y fue maestro en los inicios de la enseñaza pública en la Isla. Tuvo una vida muy activa como periodista, labor en la que se inició en la ciudad de Cienfuegos y prosiguió en La Habana, Buenos Aires (donde se estrenó como autor dramático) Nueva York y México, hasta que regresó a Cuba en 1918 para trabajar primero como redactor y luego como editor jefe del periódico habanero Heraldo de Cuba. Sus críticas al gobierno del general Menocal lo llevaron a la cárcel en 1919. Al año siguiente resultó electo concejal del Ayuntamiento de la capital y como tal se desenvolvió durante los seis años subsiguientes. Al abandonar la cámara municipal se convirtió en un propagador de su teoría sobre la intermunicipalidad universal, idea a la que dedicó artículos, folletos y ponencias en conferencias y congresos.
Representó a Cuba en la Liga de las Naciones, organismo internacional que precedió a la ONU, y, radicado en España, dirigió la revista Así va el mundo. En 1936, luego de su regreso a La Habana, comenzó a trabajar en el proyecto del gran vuelo de confraternidad americana Pro Faro de Colón, que involucró a varios países y que perseguía el fin de erigir al Descubridor de América el monumento que merecía.
El periodista emprendió ese viaje con un oscuro presentimiento. Tanto había luchado por hacerlo realidad que no pudo eludirlo. Ni quiso, porque nunca le abandonaron la fe en el buen éxito de los nobles propósitos ni el entusiasmo por los empeños difíciles. No imaginaron los que lo vieron partir que llevaba en el ánimo una mezcla extraña de optimismo y aprehensión. En Río de Janeiro acabó por expresar públicamente sus secretas inquietudes en una frase que no demoraría en hacerse realidad. Dijo a los que lo rodeaban: «Me veo morir envuelto en llamas».
En efecto, el avión en que viajaba, al igual que otros de la escuadrilla de cuatro que formaban parte del proyecto Pro Faro de Colón, sufrió un accidente en los alrededores de la ciudad colombiana de Cali, al chocar con una montaña.
La máquina de escribir de Lugo-Viña, encontrada en el lugar del siniestro, se conservó durante años en el Museo de la Prensa de la Asociación de Reporters de La Habana, en la calle Zulueta. El fuego la derritió y la convirtió en un amasijo de metales apenas reconocible.
Entró en órbita¿Recuerdan a Julito Díaz y Adolfo Otero, dos glorias del teatro vernáculo cubano? Mucho hicieron reír asimismo en la radio y en la TV. Habían sido compañeros de toda la vida. Juntos hicieron largas temporadas en nuestros mejores teatros y giras por el extranjero, y se decía que en México los dos pelearon y alcanzaron grados militares bajo las órdenes del legendario Pancho Villa. Sostenían una estrecha amistad más allá de los escenarios y era habitual escucharlos bromear sobre cuál de los dos fallecería primero. El que quedara vivo debía despedir el duelo del otro. Esto que contaré ahora lo relató Enrique Núñez Rodríguez hace muchos años en esta misma página.
Murió Julito y la noticia llegó a la cabina de radio donde Otero hacía un programa que Enrique escribía. Todos temían darle la noticia hasta que se decidieron a hacerlo. Eran los días en que Yuri Gagarin había realizado su histórico vuelo al cosmos.
Otero escuchó muy serio la novedad del fallecimiento de su amigo y compañero, y, sin exteriorizar sentimiento alguno, se limitó a comentar: Así que Julito entró en órbita.
Terminado el programa, Otero salió del edificio de la TV y la Radio cubanas y cruzó la calle 23 para dirigirse a la funeraria Caballero, donde velaban a Julito Díaz. No llegó a verlo. Muy cerca del ataúd se desplomó. Él también había entrado en órbita.
El esposo de Alicia Rico, actriz del vernáculo, murió en el escenario del teatro Martí. En una función de homenaje a su compañera, El Espada, como le llamaban, no pudo resistir la emoción de los aplausos que a ella le tributaban y no hubo tiempo de trasladarlo al hospital. Desde aquel momento, contaba Núñez Rodríguez, ella también abrigó el deseo de morir en el escenario.
Alicia sufría de una cardiopatía, pero siguió trabajando hasta que el recrudecimiento de la dolencia exigió su hospitalización. Se acercaban las fiestas de fin de año y la actriz rogó, exigió, a su médico que la dejara volver al teatro, con lo que colocó al cardiólogo en una terrible alternativa. El trabajo podía matarla, pero mantenerla fuera de temporada, alejada de su público, podía ser también fatal. Transigió al fin el galeno. Regresaría a la escena con el compromiso de que no realizaría esfuerzos físicos. Así quedó pactado: Alicia Rico bailaría una rumba al final del espectáculo, pero no habría repeticiones.
Reapareció Alicia en el Martí. Hizo la obra. Bailó la rumba y cayó el telón. Pidió el público, con gritos y aplausos, que la repitiera. Quiso hacerlo, pero Núñez Rodríguez, director de la puesta, que conocía la disposición del cardiólogo, se negó. Lo cubrió ella con los peores epítetos y Enrique, imperturbable, se mantuvo en su negativa. Entonces la actriz se asomó al lateral y pidió al maestro Rodrigo Prats, al frente de la orquesta, que atacara de nuevo con la rumba. Enrique le hizo señas para que no lo hiciera. Volvió Alicia a insistir y como Prats no le hacía caso, amenazó a Enrique.
—Si no le ordenas a Rodrigo que dirija la orquesta, voy a salir a decirle al público que ustedes no me dejan bailar para ellos.
Y se encaminó al escenario para cumplir su amenaza. Enrique, ya sin salida, hizo un gesto a Prats y la orquesta acometió la rumba. Fueron seis las repeticiones. Al final, radiante y satisfecha, gritó a Enrique: Oye como están... ¡A mí me roncan!
Al día siguiente, la actriz salió de nuevo a escena. Pero esa noche, a petición de Enrique, que apeló a sus sentimientos más nobles, hizo solo dos repeticiones. Al concluir la función y cuando se dirigía al vestíbulo, todavía con el maquillaje de la obra, Alicia Rico palideció súbitamente y se desplomó para siempre.
Concluía Núñez Rodríguez su crónica publicada también en esta página:
«Nunca me perdonaré el haberla convencido para que limitara sus repeticiones de la rumba. Impedí, con aquella decisión, que muriera tal y como lo había deseado y que escribiera el lógico final de su bonita historia de amor».
De manera abrupta terminó la existencia de Carlitos Aguirre. Era hijo de un coronel de la Independencia y sobrino político del astuto Orestes Ferrara. Había concluido sus estudios y la familia quiso congratularlo con un viaje a España. Ya allí, concurrieron a una corrida de toros. El espectáculo transcurrió como siempre. Solo que cuando aquel matador metió la espada en la cerviz de la bestia, el toro saltó, se sacudió y el arma voló por el aire hasta clavarse en el cuerpo de Carlitos Aguirre y provocarle la muerte.