Látigo y cascabel
Todavía los bebés no han descubierto el mundo, sus pequeños ojos apenas son capaces de soportar el más insignificante rayo de luz, y basta con pararnos frente a ellos, taparnos y destaparnos la cara para que, sin aparente esfuerzo, nos regalen inolvidables carcajadas. Así es el comienzo de una necesidad: el humor, que, según algunos entendidos, inicia a los dos años y se va desarrollando al mismo tiempo que el individuo.
Para nadie es un secreto que al cubano le encanta el humor, le priva el humor. Se dice, incluso, que si siempre logramos sobreponernos a las adversidades ha sido, en buena medida, gracias a que le sacamos lasca a cada tropiezo. A que de cada tormento parimos un buen chiste.
Y esa capacidad de reírnos hasta de nuestra propia sombra no ha pasado inadvertida para quienes en estos últimos tiempos se encargan de concebir espectáculos para la televisión, teatros, cabarés, instituciones turísticas... Es más, puede que no se incluya en el elenco a un afinado cantante o que no se piense en un atractivo acto de magia o variedad circense. Lo que sí no puede faltar es ese genio capaz de espantar hasta conflictos psicológicos como la angustia y el estrés. ¡Y a buena hora!
Ya todos sabemos de las bondades del humor como herramienta crítica de gran eficacia, como instrumento apropiado para promover la tolerancia y para hacernos ver lo que los demás no perciben. El humor es, confirman los sabios, una afirmación de dignidad. Y es aquí donde quisiera detenerme a raíz de un mensaje que me enviaron varios lectores:
«El sábado nos invitaron a un lugar que creo se llama El Cocodrilo. Disfrutamos de un rato de humor con Churrisco, muy decente y con la ética profesional debida. Luego todo se echó a perder, pues el que apareció empezó a meterse con los extranjeros y en su ja ja ja, le soltó “tacaña” a una muchacha que le tiró dos CUC. Luego fueron diez, cinco..., y él feliz y contento recogiéndolos y pidiendo más. ¡Qué mal gusto nos dejó! Como salimos poco, no sabemos si es costumbre, pero se habló fuerte con el gerente, a quien le comentamos que eso dejaba mal parado al cubano. Lo mostraba como pedigüeño, miserable».
Algunos dirán que la causa de este acto poco agraciado está en todos estos años de economía apretada que le han puesto zancadillas a valores de los cuales vivimos orgullosos: la honradez, la laboriosidad, la solidaridad..., pero aun así no me puedo explicar cómo es posible vivir sin dignidad. Ya no se trata de si en algunos de estos espacios se acude a veces a chistes hirientes, que no reparan en criterios éticos con tal de hacer reír —ahora está surgiendo la modalidad de llevar a los teatros un «humor para adultos», etiqueta que, al parecer, da licencia para soltar sin ningún rubor un rosario de improperios. Y no es que seamos «santos», solo que cuesta ver a estas personas como artistas, cuando no encuentran un modo inteligente de alegrar la existencia a quienes pagan por disfrutarlos.
El respeto al público empieza por el respeto a uno mismo como ser humano; lo cual se traduce en poder caminar con la cabeza en alto, aunque la mente esté en lo que vamos a cocinar mañana.
Para establecerlo tendríamos que deshacer esa trágica moda que, por cierto, no es exclusiva de estos lugares. No vaya a ser que terminemos representando un acto simplemente detestable.