Látigo y cascabel
Acaban de transcurrir 27 años de aquel primer e histórico encuentro en la sala teatro de la Casa de Cultura del municipio de Plaza de la Revolución en la capital. Si no me equivoco, fue en febrero de 1980 cuando Armando Rojas y Bobby Carcassés decidieron reunir a unos cuantos jazzistas para fundar lo que luego se convertiría en el significativo Festival Internacional Jazz Plaza, tan aclamado en tantos lares, y tan esperado por músicos y público en general.
Si algo ha distinguido a cada una de estas citas, que desde el 2005 comenzó a tener frecuencia anual, es que en ellas improvisan con idéntica maestría los consagrados y los más «bisoños». Y como si fuera poco para la permanencia de un género muy respetado en Cuba, el Jojazz, otro evento que en el 2006 llegó a su novena edición, permite echar un vistazo a la cantera, sonreír cuando compruebas la solidez en la ejecución de los que empiezan en cuanto tienen a mano un piano, un saxofón, un contrabajo, una guitarra eléctrica, unas congas o drums; o cuando escuchas las creativas composiciones con las cuales concursan.
Para los que gustamos del jazz, conocer que en casi una década de existencia del Jojazz han desfilado por él más de 600 jóvenes, nos podría dar la certidumbre de que la Isla tiene un excelente mañana en esta forma musical nacida en Estados Unidos, y que luego se nutrió de muchos de nuestros ritmos —para puro enriquecimiento. Conocer esta para nada despreciable cifra podría, incluso, hasta permitirnos dormir tranquilos, y mucho más si hiciéramos el simple ejercicio de intentar contabilizar la cantidad de figuras de renombre que destacan en ese panorama, no solo en Cuba, sino en buena parte del mundo.
La nómina podría ser extensísima: desde Chucho Valdés, Bobby Carcassés, José M. Crego «El Greco», Pucho López, Ernán López-Nussa, Orlando Valle «Maraca» y Germán Velazco, hasta Élmer Ferrer, Yasek Manzano, Aldo López-Gavilán, Tamara Castañeda, Yusa, Roberto Fonseca, Román Filiú, Alexander Brown, Oliver Valdés, Yaroldi Abreu, Roberto Carcassés, Rolando Luna... En verdad, muchos. Tantos que se pudiera asegurar que el jazz en Cuba goza de salud de hierro, y sin embargo, me preocupa que el «óxido» la pueda corromper.
Uno va de asombro en asombro cuando asiste a cualquiera de los festivales antes mencionados. Y es que es imposible que los oídos y sentidos no sean constantemente enamorados con una propuesta musical ultracontemporánea, muy del patio, aunque diversa, rica en estilos y completamente divorciada de estructuras que se alejan del facilismo, pues estos instrumentistas ponen, sin sonrojarse, su vista en lo bueno que se hace tanto adentro como afuera. Pero uno tiene que conformarse con que lleguen los eventos o porque algún amigo generoso te invite a La zorra y el Cuervo, al Jazz-Café o a espacios de ese corte privativos para la mayoría de los nacionales.
Mirando como siguen las cosas, uno se llega a preguntar cómo es posible que el jazz continúe manteniendo en esta tierra tan alto nivel, cuando, por una parte, esta sigue siendo una especialidad pendiente en nuestras academias y estos instrumentistas apenas logran agenciarse las necesarias partituras; y por la otra, son mínimas las oportunidades de presentación de estos intérpretes que se salvan un poco si viven en la capital. Y como si no fuera suficiente, sus obras no encuentran el respaldo adecuado en los medios de difusión, al punto que tal parece que no existieran.
¿Será que habrá que esperar a que venga un «inteligente» y los «descubra»? ¡Cuánto quisiera estar equivocado y que esos genuinos artistas a los que hice mención, y muchos tantos que por espacio no he podido nombrar, no fueran extraños para mis coterráneos, como presiento! Pero la triste realidad es que, mientras son venerados en el exterior, nosotros, su gente, apenas los conocemos.