Látigo y cascabel
El verano ya llegó, ya llegó… como dice la canción, pero, desde antes, el calor se encargó de hacer de embajador entre nosotros. Hay quienes disfrutan de esta época del año con una actitud envidiable —lo mismo van a la playa en un ómnibus repleto, que a un bailable, igual de atestado, y hasta integran el calor al espíritu festivo—; sin embargo, una cosa es el campismo y otra la ópera. Lo de la ópera es un ejemplo, ¿bien? Resulta que el verano y su siempre nutrida programación —para la cual se preparan por meses muchas de nuestras instituciones culturales— no es posible concebirlo, pero sobre todo disfrutarlo, sin un clima adecuado en ciertos espacios... ¿Captaron?
No sé qué oscura «maldición» debemos pagar los habituales a salas teatrales una vez llegados julio y agosto, pero lo cierto es que no hay nada más cercano al infierno —o a la imagen que algunos tenemos de él— que pasar dos horas encerrados en un local, cuyo aire acondicionado está defectuoso, o simplemente ya no existe: les puedo asegurar que es muy parecido a lo que experimentan miles de habaneros que montan camellos en horas del mediodía. Y no crean que exagero: si alguien cree que el espectáculo por sí solo —incluso los que proponen mucha música— es capaz de ahuyentar las incomodidades, lamento disentir: lo que en el Salón Rosado de la Tropical puede llevar al «delirio», en el teatro Mella puede arrastrar al «martirio».
¿Por qué pasan estas cosas precisamente en el verano? No dudo de que abunden unos cuantos responsables escudados tras aquello de que en este tiempo el aire se calienta más, y que los equipos deben redoblar sus potencias: eso convence a medias, porque si así fuera, ¿a qué se debe que algunos se rompan y otros no? ¿A la dudosa calidad de los primeros, o a la oportuna respuesta de quienes atienden, mantienen y prevén el funcionamiento de los segundos? Y, como no quiero que me acusen de tirar piedras, algunos ejemplos pueden dar la justa medida de las cosas: desde finales de junio, un sustantivo número de eventos musicales, teatrales y danzarios se han visto afectados por la falta de climatización. De tal infortunio no escapan ni los cines, muchos de los cuales, como se sabe, cumplen la doble función de sala de proyección y escenario.
El caso más alarmante es el del Trianón, donde la compañía teatral El Público lleva meses brindando sus obras «a fuego lento», lo que ha requerido de sus integrantes no pocos cambios en las producciones. Le seguiría un vecino, el Mella, del cual solo basta mencionar lo ocurrido durante el más reciente estreno de Danzabierta, donde sus bailarines sudaron como nunca, es verdad, pero los espectadores lo hicieron tanto como ellos. Demos un salto a La Habana Vieja, y allí está el Payret, donde el festival Boleros de Oro —por no tocar las tandas cinematográficas normales— perdió buena parte del brillo que prometía; y ni hablar del concurso humorístico Aquelarre... Y es que hay que referirse hasta al Gran Teatro de La Habana, donde ya no es suficiente con el calor, sino que también hay que ponerse a aplastar mosquitos.
Nada más lejos de la voluntad de quienes rigen esas instituciones que cruzarse de brazos, y es que la mayoría de las veces el problema los trasciende. Pero, ¿tan difícil es un mínimo de planificación? Verdad que hay compromisos ineludibles, pero la recreación sana y confortable también es uno de estos. El verano no es solo playa y Sol; en ese punto, al menos, estaremos de acuerdo, ¿no?