Acuse de recibo
Muy preocupada con el uso y abuso del uniforme escolar en nuestra sociedad está Gladys Hernández, una señora jubilada de las FAR que reside en O’Reilly No. 251, entre Cuba y San Ignacio, en el municipio capitalino de La Habana Vieja.
Gladys tiene ahora más tiempo para observarlo todo, y detecta con asiduidad las distorsiones del uniforme en los alumnos de secundaria básica, preuniversitario y los de tecnológicos:
«Las sayas parecen cualquier cosa menos lo que tienen que ser: unas porque se las ponen más debajo de la cadera y corticas a la vez, apunta. De igual forma, los pantalones de los varones; ahora la moda es enseñar el fajín del calzoncillo, y ponerse el cinto ancho con hebillas más grandes que sus cuerpos. Las blusas y las camisas más cortas no pueden ser; y tan apretadas, que los botones se les quieren saltar».
Gladys no es inflexible y amnésica como para no recordar que en su época de estudiante las muchachas se subían el dobladillo de la saya, y se maquillaban igualmente como si fueran para una fiesta. «Pero al llegar a la escuela había un maestro responsable para ver el porte y aspecto de cada alumno».
Recuerda ella que no podían entrar a clase si no cumplían con los requisitos del uniforme. Y tenían que presentarse con los padres. «No se permitían pulsos, aretes ni pinturas en ojos y labios. Ahora se va a la escuela hasta con MP3 para oír música durante la clase».
Pero enfatiza la lectora que antes existía mucho respeto de ambas partes. Los maestros vestían correctamente para poder exigir lo mismo. Ahora, principalmente maestros muy jóvenes, en ciertos casos visten comoquiera. Y ejemplifica con un caso que presenció: una maestra de la escuela que está en Tejadillo entre San Ignacio y Cuba, en La Habana Vieja, iba con sus alumnos por la calle, y llevaba la blusa hecha un nudo a un lado, enseñando la barriga. «Si queremos rescatar la disciplina en las escuelas —señala—, empecemos por exigir desde más arriba».
Igualmente, considera que tampoco puede relajarse el estricto uso del uniforme en otros organismos, cuerpos e instituciones que, de una forma u otra, representan diferentes rostros de la autoridad. El uniforme es respeto, señala, y no puede llevarse con sortijas y sortijas, cadenas y cadenas, pulsos y pulsos y adornos extravagantes.
«No es por nada —refiere—, pero eso no sucede en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, un ejemplo en ese sentido».
Eusebio Roger Álvarez (Avenida 5 No. 1608, entre 16 y 18, Jaruco, Mayabeque) es economista y conoce cómo se forman los precios de venta minorista en el país, y cuán delicado puede ser cualquier aumento sustancial de los mismos en el caso de los alimentos.
Y como sabe que siempre se ha sido muy cuidadoso en cuanto al incremento de precios de esos productos de primera necesidad, solicita a los especialistas y funcionarios del Comercio explicaciones del por qué, súbitamente, el pasado domingo 27 de noviembre, en la pescadería de esa localidad, el kilogramo de claria, que se vendía a 20 pesos, lo subieron a 32.
Y también pide explicaciones como consumidor del por qué la libra de queso fundido, que antes valía 20 pesos, a partir de ese día se expende a 32.
Aunque los alimentos suben y bajan de precios en cualquier sitio de este mundo como algo natural —algo a lo que no estamos acostumbrados—, Eusebio quiere conocer al menos si es fundamentada el alza con esos dos productos; o si puede haber sido una violación de la política de precios del país, allí en Jaruco. Es saludable esclarecerlo.
Por otra parte, explico que hay cartas de respuesta de determinadas entidades e instituciones a quejas reflejadas aquí, que no se publican porque no son claras y precisas en su redacción y dejan más dudas que certezas.
Así como algunos lectores reflejan vaguedades en sus denuncias, así algunos funcionarios no esclarecen del todo, o dejan margen a confusas interpretaciones, en sus respuestas. Quien no se explica bien, no puede convencer. Palabras son palabras.