Acuse de recibo
La tendencia a estandarizarlo todo, sin percibir las excepciones, llevan a Doralys González a escribirme, para vindicar los derechos de quienes tienen tallas extra y no encuentran ofertas en el mercado.
Doralys, quien reside en San Anastasio 577, entre San Francisco y Milagros, en Lawton, municipio capitalino de Diez de Octubre, refiere que, a consecuencia de una enfermedad surgida hace diez años, ella calza el 43 en zapatos y mide 1.86 de estatura. Y esa es su cruz.
Manifiesta la lectora que con esa medida de calzado, se le hace imposible adquirir zapatos en las tiendas. Las tenderas siempre le dicen que ese número nunca llega para las mujeres. Y tampoco aparece calzado de esas medidas en las ferias artesanales, donde se supone que se trabajen otros segmentos de la demanda. Siempre le dicen que el 43 solo es reconocido para calzado masculino, como si las mujeres no pudieran emular con los varones.
Doralys bien pudiera cuestionarse si los estereotipos que tanto han afectado los derechos de la mujer, no pudieran estar martillando en números y tallas. «¿Los grandes no tienen derechos?», pregunta la lectora con cierta acritud.
Y de engaños al paladar me escribe José Antonio García, vecino de Avenida del Puerto, en La Coloma, provincia de Pinar del Río.
Cuenta José Antonio que, de visita en La Habana junto a su esposa, el pasado 15 de agosto, a las cinco de la tarde, adquirió en Monte y Carmen dos cervezas Bucanero embotelladas. Y con el primer sorbo se percató que de Bucanero no tenían nada, aunque sí mucho de bebida pirata o engañosa.
Refiere José Antonio que aquello no era cerveza. «Parecía agua, aunque no podría precisar si agua albañal o potable».
El engañado consumidor no quiere recriminar a quienes allí lo atendieron. «Ellos hicieron lo que entendieron sería mejor para mí y para la tienda: me devolvieron el efectivo. Pero esa no es la más importante forma de retribuir a un cliente engañado. Un consumidor necesita recuperar la confianza, la certeza de que eso no se repetirá, de que ellos harán todo lo posible para detectar lo que pasó, y que otra persona no tenga que tomarse el trago amargo del engaño».
Y del timo me cuenta hoy, en un tema mucho más sensible y delicado, Pedro Pablo Seoane, residente en calle F número 664, entre 27 y 29, municipio capitalino de Plaza de la Revolución.
Relata Pedro Pablo que el pasado 6 de junio en la madrugada, en la funeraria de Marianao, encargó una corona floral.
Y por su propia investigación, las coronas de 30 pesos llevan un mínimo de 156 flores (13 docenas), y las de 50 pesos un mínimo de 312 flores (26 docenas). Pero la recibida allí en la capilla fúnebre tenía 141 flores, de muy pobre calidad, «para un faltante de 171 si partimos del mínimo». Además, ninguna tenía follaje verde acompañante.
A 72 días de aquel suceso, y por la muerte de otro familiar, Pedro Pablo encargó coronas en la funeraria de Alamar. Y fue peor la experiencia. De las siete coronas mustias y escuálidas, tomó una al azar, y solo mostraba 73 flores.
Ante la dura evidencia de un fallecimiento, muchas personas no reparan en esos detalles, pero tanto para la vida como para la muerte se impone un respeto, un solemne respeto a los bolsillos de las personas.
La tercera carta la envía Pedro Oliver, de calle 20 número 1505, en Quivicán, provincia de La Habana. Y versa sobre un tema ya reflejado y comentado en esta columna.
Señala Pedro que el 30 de julio pasado, a las 3:00 p.m., visitó la tienda La Época, pero no especifica si es la de la capital, en Galiano, u otra de su territorio.
La cuestión es que estaban vendiendo neumáticos de bicicletas, a unos 4 CUC, y había una cola. Pero en determinado momento, el dependiente informó que se habían acabado.
Sin embargo, habían vendido cualquier cantidad de aquellas gomas, sin una regulación razonable, a quienes en la cola acapararon para otros fines. Resultado, y el colmo: allí mismo en la tienda, ciertas personas las vendían a 6 y 7 CUC, «sin que a ninguno de los empleados ni los funcionarios de esa tienda les importara. Es una falta de respeto», acota Pedro.