Nunca me he topado en mis andanzas con un «hachepé» que hable mal de las madres. Ojalá nunca aparezca, porque en vez de mentarle la suya —la peor ofensa en aquella lejana libertad de mi infancia— maldeciría para siempre su ingrato corazón y esa atrofia espiritual de insultar la matriz de la vida.
Me asombran quienes aseguran que el instinto maternal es apenas un mito; aun cuando hasta las hienas amamantan y protegen a sus cachorros. Están los sociologistas empedernidos, quienes sobredimensionan esa condición privativa de la mujer como un condicionamiento sociocultural heredado, un rol asignado por la sociedad. Y no han faltado en la civilización humana esos que ciñen el sublime don de la maternidad a la utilitarista necesidad de reproducir la especie.
Para mí, que observo lo bello y lo feo todavía con los ojos limpios de mi madre, hay un misterio inexplicable en ese depositorio de vida que ellas sostienen durante nueve meses, tras el éxtasis de amor y placer en la cópula. Algo extraordinario pervive después que se corta el cordón umbilical en la sala de partos, y te acompaña siempre, incluso en la ausencia física de ella. Es esa extraña intuición y manto protector de la madre que, si no puede comprobarse científicamente, al menos uno se lo cree y lo agradece todos los días.
Negar el valor estoico y la luz de la maternidad, Madre Coraje, es tan reduccionista como ningunear la paternidad bajo el absurdo pretexto de que padre es cualquiera y madre una sola; desconociendo que los hijos son el amor y el deber supremo de ambos, como siameses espirituales.
La madre, en medio de una evolución social de siglos que aún hoy es sumamente patriarcal, ha violentado los condicionamientos pasivos y apenas protectores a los que la han relegado entre cuatro paredes. Ha derribado esos muros, y al propio tiempo ha contribuido a la formación de sus hijos con valores y sentimientos cardinales para convertirlos en hombres y mujeres de bien.
Claro que la maternidad plena no se alcanza apenas con la fecundidad biológica; y también hay madres por casualidad y no por vocación. Hay malas madres, que maltratan a sus hijos y llegan a abandonarlos. Pero son la excepción, siempre he creído que son la excepción, hasta que me demuestren lo contrario.
También hay mujeres que por libre elección deciden no tener hijos, y son personas excelentes, de elevados sentimientos humanos; mientras otras, baldadas por la Naturaleza para la reproducción, perpetúan sus sentimientos maternales en donde quepa su amor. Hay madres que no desmayan en un complicado proceso de adopción, hasta que derraman finalmente tanto fervor represado de años.
Hay madres solteras, que cargan con todo el peso de la crianza de sus hijos. Y madres que cambian de pareja y hasta de orientación sexual, pero nunca renuncian a sus criaturas supremas. Hay madres solas, porque ellos, ya adultos, parten hacia otros confines; y ellas siguen queriéndolos y mimándolos en la distancia. Hay madres que sobrevivieron a sus hijos, y los llevan muy adentro en el dolor inconsolable. Y hay muchas madres que morirían todos los días por ellos.
Ahora que mi madre me observa desde una foto sepia y maltrecha, con esa mirada entre tierna y alerta; ahora que me pregunta todavía por qué no limpio mis zapatos y a dónde fueron a parar los buenos modales; ahora que me cae a preguntas y más preguntas y musita sermones y cantaletas en mis sueños, solo me queda besarla y abrazarla en el tiempo, como un homenaje al más generoso de los oficios desde que se cortó aquel cordón, y anudaron mi ombligo.