Los coleros-acaparadores-revendedores son un virus que muta según las circunstancias y las brechas que dejemos abiertas. Deben ser tratados como tal. ¿Qué haría usted si sabe que un vecino tiene síntomas de COVID-19 y los está disimulando? Seguro que toma dos medidas de urgencia: corta el vínculo con esa vivienda y alerta al personal de salud. Con la plaga que ronda los establecimientos comerciales hay que hacer lo mismo.
Las colas no son un asunto de hoy. Ni en Cuba ni en el extranjero. Resultan un mecanismo de orden antiquísimo y con varias modalidades. Y siempre han existido también los «vivos» que tratan de aprovecharse de ellas para comprar entre los primeros aunque lleguen últimos, adquirir más de lo permitido o ganar dinero fácil vendiendo puestos.
Cuando la oferta no satisface la demanda, las colas resultan más largas y aparece, en manada o pequeños grupos, el «colerovirus», como le han comenzado a llamar a esa especie que en tiempos de escasez hace el pan, y lo que no es el pan, con lo que ni usted ni yo alcanzamos porque lo acaparan mediante diversas estrategias y no pocas veces con la colaboración de distribuidores y comercializadores de los productos.
Ahora mismo estamos en una situación en que los surtidos no resultan estables. Sobre todo los de primera necesidad, dígase alimentos y aseo, que son los más demandados. Cuando esa lógica se revierta, las colas disminuirán o desaparecerán.
Pero no se vislumbra un cambio inmediato de escenario por mucha voluntad que tenga el Gobierno de aumentar los volúmenes de abastecimientos en las redes nacionales de comercio. Vivimos una pandemia global con impacto en las economías y además, bajo el peso de un bloqueo que caza cada intento de ayuda o nexo contractual con Cuba como si fuera un perro jíbaro, a tiro limpio. Porque los chantajes y las presiones tienen el mismo efecto que las balas.
Enfoquémonos entonces en cómo lograr que la mayor cantidad de personas accedan a los productos que se venden en los centros comerciales. Si cortamos la cadena de «colerovirus» seguro que las colas avanzarán mejor y más rápido.
Como el caso del vecino con síntomas, no podemos dejar la solución solo en manos del otro. Nosotros, los que hacemos decentemente la cola somos, y seremos siempre, mayoría. Juntos, y acompañados por la Policía, las organizaciones y los cuerpos de inspección, podemos sacar de juego a los coleros-acaparadores-revendedores, aunque ellos vayan de la sonrisa maquiavélica cuando todo les está saliendo bien a la bravuconería marginal si la gente no acepta sus reglas de juego.
Reglas que están muy claras. Su propósito es lucrar a expensas de nosotros. Se van con sus mochilas llenas y después le ponen un precio muy por encima del original. A veces, no se conforman con el doble o el triple, quieren más. Mientras menos haya, más caro, es su lógica comercial. No les importa que ese producto pueda ser para un niño, un anciano o un enfermo. Entonces, ¿por qué permitir la impunidad o que se impongan a la mayoría?
Hay otro elemento que amerita ser incluido en el análisis. Suelen sumar en sus artimañas a niños y personas discapacitadas. ¿Qué ejemplo les están dando? ¿Cuál puede ser el futuro de un pequeño que ve a sus padres o parientes viviendo al margen de la ley, apropiándose indebidamente, y a veces con los códigos salvajes de la jungla, de productos que debían corresponder a otros?
Si hemos trabajado duro para controlar la COVID-19, por qué no hacer lo mismo con el «colerovirus». Fíjese que tiene antídotos parecidos: si entre todos los aislamos (léase, impedirles marcar para muchos o repetir puestos en la misma cola) y el médico le da su medicina (la ley, los sanciona), la pandemia se irá aplanando sin necesidad de esperar por otra cura, la estabilidad en la oferta.
Cerremos filas, y verá cómo la cola avanza.