El sistema electivo de la democracia socialista cubana, ese cuya maquinaria arrancará este lunes con la nominación de candidatos a las asambleas municipales del Poder Popular, hace a veces un péndulo raro, en el que sus mejores virtudes pueden prohijar sus más serias debilidades.
A nadie escapa que en un mundo donde «poderoso caballero» decide en este tipo de campañas, que en nuestro ámbito lo hagamos en base «al mérito y la capacidad» es una singularidad cuando menos llamativa, siempre que no derive en formalismo cansino o en panfletismo político rutinario.
Por el acento desmesurado —en detrimento de otros atributos—, que en oportunidades se hace de esto último, o de su carácter casi plebiscitario en las condiciones de Cuba, no faltan quienes pierden la brújula de qué es lo decisivo: si asistir como muestra de adhesión política, elegir un decente y notorio expediente, o a un representante competente a los poderes públicos en la nación.
No deberíamos ir a las asambleas de nominación ni a las votaciones a elegir a un «buen tipo» —con el perdón del lenguaje y la igualdad de género—, sino a un «tipo» especial de ciudadano, además de por su pulcritud moral, por su vocación política.
A los puestos del Poder Popular en Cuba no somos elegidos para «portarnos bien», sino para ejercer un mandato, que nos confía el pueblo con su voto, y que debemos honrar con «aptitud decorosa y honorable»; y también con eso que en sicología social se denomina hoy la «actitud» política. Se es elegido, además de para representar, para mandar.
La actitud política, esa que debemos considerar para ejercer nuestro derecho a proponer candidatos —o a decidir por unos u otros— se conceptualiza y manifiesta actualmente en diversos modos de afrontar las relaciones con el poder: frente a la autoridad (obediencia, aceptación, rebeldía); frente al Gobierno (aceptación, indiferencia, cuestionamiento); y en diversas representaciones sobre los fines que debiera cumplir el poder, o reacciones frente a estímulos políticos diversos: tensiones, conflictos sociales, problemas financieros y cuestiones religiosas, entre otras.
Las definiciones anteriores parecieran demasiado sofisticadas por el cubano simple que a partir de mañana se reúne en el barrio con sus vecinos a «candidatear», pero no podemos perder de vista que el ejercicio de los poderes públicos, aunque debe asumirse con natural sencillez, constituye una responsabilidad nada sencilla, asumida en propiedad.
Conste que ese dilema no lo inventa este columnista en las vísperas de este lunes electoral, pues en ello estamos desde que después de 1959 comenzamos a levantar las bases de un sistema de democracia política disidente al predominante y ajustado a nuestro proyecto socialista de Patria, libertad y justicia.
Precisamente esta sería una de las urgencias marcadas por el ya fallecido intelectual revolucionario Alfredo Guevara, en penetrante diálogo con estudiantes universitarios: La necesidad de que el sistema educativo a todos los niveles, y las instituciones de la sociedad, apuesten a una educación no solo patriótica, sino también para la civilidad, para vivir en sociedad.
Guevara sostenía que con errores, pero también con virtudes, hemos llegado al período en que se puede considerar factible tener ciudadanos, y no solo gente que vota en las elecciones, o que opina en algún lugar, y a las cuales se les haga caso, porque uno de los principios para llegar a ser ciudadano será que el Poder Popular deje de ser solamente popular, y que de veras se convierta en poder.
Constitucionalmente en Cuba se es elegido al Gobierno para servir; y en base a la Carta Magna, para ejercer el mandato del pueblo, que tiene incluso el derecho a la revocación. La socialista nunca debería convertirse en una democracia formal, como tantas de este mundo, sino en protagónica, participativa y popular. Gobernar con el pueblo, y no «para el pueblo», como algunos interpretaron o interpretan todavía, y que ya sabemos adónde conduce.
En medio de las radicales transformaciones estructurales es preciso reconfigurar, atemperada a la contemporaneidad, la idea de Fidel de que «El poder del pueblo, ese sí es poder».
El edificio verdadero que debemos habitar en la democracia socialista nuestra es aquel donde se honre cada vez más el artículo tercero de la Constitución: «En la República de Cuba la soberanía reside en el pueblo, del cual emana todo el poder del Estado». En consecuencia, hay que continuar reconciliando la institucionalidad política, estatal y gubernamental y nuestra concepción unipartidista, con los preceptos de la soberanía popular que marcan especialmente las aspiraciones del socialismo en el siglo que comienza.
Para que el tipo de poder y organización democrática que nos dimos —y que buscamos reajustar, incluso con una reforma constitucional y una nueva Ley Electoral— nunca sea disminuido por «mandamenos», y mucho menos usurpado por mandamases.