Hace muchos años, en un programa de televisión dedicado a la orientación de los padres, escuché decir que la familia cubana, por tradición, pasaba de la permisividad sin límites a la aplicación de medidas de violencia. En la distribución de papeles, a la madre correspondía la tolerancia y hasta el ocultamiento, mientras el padre se apoderaba de la correa. De tal manera, los niños no incorporan el aprendizaje de la correlación entre deberes y derechos, fundamento de toda conducta en la sociedad.
Cada sociedad, en efecto, construye su tabla de valores, indispensable para el bienestar de cada uno de sus miembros. Desde los agrupamientos primitivos, se han ido estableciendo jerarquías, formas de convivencia y, también, prohibiciones.
Por eso la regulación del comportamiento ciudadano compete a todas las instituciones sociales, incluidas la familia y la escuela, pero no solo a ellas. De los tiempos de la colonia española, hemos heredado aquello de «la ley se acata, pero no se cumple». Entonces, la metrópoli estaba muy lejos, el tráfico marítimo era lento y los veedores, inspectores enviados por Madrid, empezaban a perder la compostura al cruzar el Mar de los Sargazos y una vez llegados a la Isla, se dejaban vencer por la modorra de la siesta y seducir por el soborno, vía poco riesgosa de hacer fortuna en las Indias. Atrapados en la red de complicidades, una venda espesa cubría los ojos que debieron ser vigilantes.
De aquellos tiempos remotos, data la gestación de un personaje inmortal, multifacético y multicolor: el «bicho», antecedente del «luchador» de nuestros días. Lo había de todos los tamaños. Rateril y tiburonesco, trepador y devorador de fortunas, descrito literariamente por Ramón Mesa en Mi tío, el empleado, y por Carlos Loveira en Juan Criollo. La clave de la supervivencia camaleónica está en que, como el presidente José Miguel Gómez, se baña, pero salpica. Quien no se deje llevar por la corriente, recibirá un condescendiente y colorido calificativo que no debe decirse en sociedad, ni publicarse en la prensa, inventado por los cubanos, según el periodista de origen asturiano Rafael Suárez Solís.
Las duras circunstancias del período especial acrecentaron la permisividad. Había que resolver y los niños observaban en la casa a sus padres, buenos trabajadores, por lo demás, en violaciones de lo establecido para procurar la malanguita o el complemento proteínico. Lo mejor era cerrar los ojos ante el origen dudoso de esos bienes. Poco a poco, en un deslizamiento imperceptible, las fisuras se fueron transformando en grietas tentadoras. El éxito aparente agigantó la imagen del «bicho» en detrimento del valor trabajo. Los asuntos que atañen a la sociedad responden a causas multifactoriales. Por apremiantes que resulten los obstáculos objetivos, sucede en ocasiones que la subjetividad los desborda. Las medidas, entonces, tienen que dimanar de una estrategia que diseñe acciones simultáneas en varios sentidos.
Se impone atender al estricto cumplimiento de lo establecido por la ley. Muchas quejas transmitidas por los ciudadanos a los órganos de prensa tienen origen en violaciones de lo regulado, cometidas al amparo de instituciones oficiales. Cuando la persuasión se vuelve inoperante, tienen que intervenir los encargados del orden público. El castigo alecciona, pero también lo hace el ejemplo. El cuidado del alumbrado público, la puntual reparación de la infraestructura urbana, la recogida de desechos, la vigilancia en el cumplimiento de normas de higiene estimulan el interés colectivo por resolver los problemas de la comunidad.
En el reino de este mundo, la sociedad proscribe y prescribe, condena y recompensa. Sobre esa base, se van configurando los paradigmas que deben tener en los medios de comunicación una de sus vías de difusión. Pero las convicciones se enraízan en el contexto íntimo y concreto de la cotidianidad. El caudal de sentimientos solidarios, efectivo en los momentos difíciles, es un recurso que no sabemos incorporar en el quehacer diario, cuando se requiere el respeto al otro para no agredir al vecino con el exceso de decibeles, para solucionar con el entendimiento mutuo las disputas menudas, para afrontar en conjunto los problemas de la cuadra, para acallar la prepotencia de quien más tiene o puede, para mantener lo que pertenece a todos, para tender la mano al desamparado, para traer al buen camino a quien ha perdido el rumbo.
La escuela es una institución social. En ella se reciben los rudimentos de la instrucción y debe educarse mediante una práctica diaria, más eficaz en la siembra de valores que muchas asignaturas. Es el primer ámbito de socialización de los niños, una vez traspuestos los muros del hogar. Durante muchos años, absorbe buena parte del tiempo de los educandos. Allí se aprende a compartir lo propio y cuidar lo ajeno. En el espacio minúsculo del aula, a través de la relación entre alumnos y maestros, tiene que forjarse, imborrable, la noción de justicia. Hay que extirpar de allí las actividades fraudulentas ante la vida, ofrecer trato equitativo a todos, extirpar sociolismos y sembrar lealtad a los principios.
La familia es la célula básica sobre la cual se construye el andamiaje social. La contemporaneidad ha transformado, en gran medida, su estructura clásica y por ende, el papel que corresponde a cada uno de sus miembros. Los divorcios y los hogares donde falta la presencia cotidiana del padre, la recomposición de los núcleos extendidos a varias generaciones y, aún más, a parientes colaterales, imponen el rediseño de las responsabilidades para afrontar las demandas de la convivencia, en lo cual influyen las carencias de espacios propios en viviendas insuficientes.
Estas características deben conducir a una delicada negociación con vistas a favorecer un clima armónico, resultado difícil de alcanzar por insuficiencias de educación colectiva en este aspecto. Quizá las escuelas de padres podrían suministrar las herramientas requeridas para solucionar estos problemas.
Y, sin embargo, la familia es garantía de presente y de porvenir. Desde la etapa prenatal y después de su nacimiento, asegura a la criatura, a la vez, los alimentos espirituales y materiales, incorpora el modo de relacionarse con el mundo. El tono de las voces, el ruido ambiente, la música que se escucha, entre otros factores, pueden sembrar, según los casos, armonía o violencia. La gran carga de problemas puede abrumarnos. Superarlos no es imposible. Requiere, en primera instancia, un análisis lúcido para actuar todos, de consuno en el enfrentamiento de lo mal hecho, tanto en la escala mayor como en la más pequeña, esa que nos sorprende cada día al doblar de la esquina. Porque, en medio de la compleja realidad social, todos somos responsables, sea por complicidad, por silencio o por inacción.