En Cuba intentan dividir por la raza lo que no han podido por la fuerza. Si en el país no existen chiítas y sunnitas, repúblicas a las que incentivarles autonomía, etnias entre las cuales inocular odios, algo servirá para el despedazamiento, imaginan los viejos elucubradores de la segmentación.
Cuando se trata de acabar con la Revolución, a sus enemigos no les interesa si inventarse una caribeñísima y soberana nación «mandinga» o el archipiélago independiente Sabana-Camagüey... Lo importante es partir el cake, porque como una sola Cuba, sin las cuchilladas correspondientes, es muy difícil de tragar. Una buena digestión requiere en este caso del alusil de la fragmentación.
Para comprender la magnitud de este propósito en la escala de poder norteamericana, basta recordar que en el año 2003, medios noticiosos de ese país ofrecieron notorio destaque a las declaraciones de uno, entre un grupo de «luchadores por la democracia» en Cuba, recibidos en la Casa Blanca con especial gentileza por George W. Bush.
Se trataba, nada menos, que de un autoproclamado «portavoz de la raza negra cubana», quien dijo haber explicado al «conmovido» Presidente norteamericano, la terrible discriminación y marginalización a la que eran, supuestamente, sometidos aquellos emparentados con él por el color de piel en nuestro país.
Quien hiciera caso de aquel hombre y desconociera la realidad del archipiélago en estos años, así como una extraña Declaración de afroamericanos en apoyo a la lucha por los derechos civiles en Cuba, aparecida en años del mandato de Barack Obama, supondría que acá se estableció un sistema segregacionista al estilo sudafricano, en vez de una revolución justiciera, entre cuyas virtudes insoslayables —con independencia de sus errores— está la búsqueda de la dignificación de todos los que siempre fueron marginados y olvidados, entre estos de los negros.
Pese a ese último propósito, el líder de la Revolución, Fidel Castro, reconoció en el año 2000, ante un auditorio negro, en la iglesia norteamericana de Riverside, que todavía nuestro país distaba mucho de resolver el dilema discriminatorio.
«No pretendo presentar a nuestra patria como modelo perfecto de igualdad y justicia. Creíamos al principio que el establecimiento de la más absoluta igualdad ante la ley y la absoluta intolerancia contra toda manifestación de discriminación sexual, en el caso de la mujer, o racial, como es el caso de las minorías étnicas, desaparecerían de nuestra sociedad. Tiempo tardamos en descubrir... que la marginalidad, y con ella la discriminación racial, de hecho es algo que no se suprime con una ley ni con diez leyes...». Fidel reconoció sin cortapisas que se estaba consciente de que en nuestro país existe todavía marginalidad y que se encaminaban estudios y proyectos en ese sentido.
No es difícil entonces descubrir que tras el gesto «cálido» de Bush y la mencionada «declaración solidaria», junto a perlas parecidas más añejas o recientes, se incuba el viejo anhelo de las fuerzas extremistas de derecha en Estados Unidos de encontrar una base popular para la acción contrarrevolucionaria en Cuba.
En un comentario sobre el particular, recordé que estarían muy desinformados los interlocutores de Bush, como para «preocuparlo» con esos problemas, cuando en realidad debía dedicarle infinitas energías a la solución de las injusticias y olvidos que sufren las minorías negras en Estados Unidos.
En su discurso en Harlem, cálidamente aclamado, Fidel describió, con cifras reconocidas internacionalmente, que para ese momento, el 29 por ciento de la población negra estadounidense vivía en la pobreza, el doble de los que la padecen entre la población blanca. Entre los niños negros la sufrían el 40 por ciento, y en algunas ciudades y áreas rurales, estaban en esas condiciones más del 50 por ciento. Esas condiciones no han variado sustancialmente.
En toda la historia de aquella nación no hubo nunca un solo caso de hombre blanco ejecutado por violar a una mujer negra. Sin embargo, mientras la violación fue considerada un crimen capital, de las 455 personas ejecutadas por esa causa, 405 eran negros, o sea, nueve de cada diez. Especificó que en el estado de Pennsylvania, donde se proclamó la Declaración de Independencia, únicamente el nueve por ciento de la población es afronorteamericana, pero el 62 por ciento de los condenados a muerte era de raza negra. Los estudios revelaban que los hombres negros tienen 13 veces más posibilidades de ser sentenciados a condenas más largas que los blancos por delitos relacionados con las drogas, pese a que los blancos superan en cinco veces el número de traficantes. Igualmente, el 60 por ciento de las mujeres encarceladas son afronorteamericanas o hispanas.
Mientras ello sucede en Estados Unidos, la Revolución que propició un cambio radical en el fenómeno discriminatorio, en la Cuba que lo heredó desde el esclavismo colonial y la marginalización de la neocolonia pronorteamericana, debe continuar su política de abrir espacios para ir erradicando las expresiones de discriminación que perviven en nuestra sociedad, como consecuencia de poderosos y centenarios legados económicos, históricos y culturales.
No podemos ignorar que la filosofía racista no siempre es tan evidente y agresiva o se expresa en dramas sociales o económicos. En ocasiones se cuela o pervive sigilosamente. Y entonces puede caerse en la irracional e inadmisible creencia de que quienes representan esa raza no pasan de ser una caricatura, cuando menos risible, condenados por los milenios a padecer en las «injurias», o en las periferias, ya sean sociales, justicieras o culturales. O como se pretende sembrar desde Estados Unidos, en perpetuo estado de «blanquísima» manipulación.