Los pobres no podemos ejercer la rigidez y el egoísmo. Tanto en ideas como en actos no dan de comer. Y por ello quien se planta en una carta sin siquiera intentar pedir otra para provocar la buena suerte, se arriesga a perder el juego. Hemos, pues, de precisar entre todos si somos o no somos pobres.
Sin necesidad de demostrarlo, somos un pueblo aventajado en educación y en bienes sociales. ¿Pero no es acaso notoria la pobreza natural de nuestro país? ¿Dónde, salvo el níquel y la certeza de un probable hallazgo petrolero, encontraremos minerales; en qué cavernas murmuran los ríos anchos y caudalosos que en la superficie no vemos; qué garantías nos prometen los aguaceros que a veces se emburran en las nubes y en otra ocasión arrumban tierras y bienes?
Resulta evidente, por tanto, que ni dogmático ni avaricioso puede ser el pobre. Y sobre todo ha de ser tan flexible para interiorizar el alcance y las intenciones de las leyes y reglas que intentan trascender la pobreza, la propia y las que, en nuestra historia, causan la hostilidad de los Estados Unidos con sus medidas restrictivas en lo económico y sus fondos para mercedar la subversión desde dentro y desde plazas como Miami y Madrid.
No, no entono la cantinela que algunos no desean oír. Porque el bloqueo es tan cierto como ciertos son los cocineros de la ideología y las ambiciones de la dependencia, aprendices de «doñas Bárbara», que niegan o soslayan que voceros de la Casa Blanca declararon, hace unos días, que la política norteamericana hacia Cuba seguirá en su lugar. Y seguirá existiendo, digo en síntesis, mientras el comercio entre los Estados Unidos y Cuba no sea de doble y libre dirección, esto es, me vendes y te vendo; me respetas y te respeto.
Uno se asombra ante la creciente cantidad de textos hipercríticos que asoman sus truculencias en las pantallas de Internet o tocan timbres en los correos electrónicos contra todo cuanto se legisla y se aplica en Cuba. Y cuando a usted lo golpean porque anda y también porque no anda, cómo podríamos definir al que tan tozudamente nos azota. Lo hemos de tener en cuenta: son múltiples las manos. Y en sus ataques, en ese enconar la obra aprobada y esconder en un bombín politiquero las condiciones del camino por donde anda el país, se apelotonan la ingenuidad y la insensatez. Y entre ellas tuerce sus ojos la perversidad.
Con una pregunta, los árbitros y jueces de este pleito de letras podrían cantar la violación de la regla: ¿quién podría gobernar y desarrollar a Cuba, en estas circunstancias en que se juntan la pobreza natural y la condicionada por yerros internos y restricciones impuestas desde una potencia vecina, sin acudir a tecnologías e inversiones foráneas para el desarrollo? Racionalmente, el socialismo nunca será la distribución de la pobreza. Y la riqueza por repartir equitativamente ha de gestionarse, en la adversidad y la pobreza, con inversiones extranjeras controladas, el trabajo individual y cooperativo, e impuestos y otras fórmulas.
Cómo, por tanto, podría sostenerse cuerda y honradamente que las medidas actualizadoras se proponen la claudicación. Pongamos un ejemplo: un ingenio azucarero administrado por una empresa de raíz latinoamericana, con participación del Estado socialista, no se empareja a los centrales que «Mamita Yunai» poseía en condición de propietaria intocable en la región oriental hacia 1958. Y si alguno admitiera igualdad entreguista, habría que recordarle la norma del historiador Marc Bloch: «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado».
En mi infancia, oí a los mayores decir que esta «islita» era un país milagroso: uno tira una semilla y enseguida recoge la comida. La frase era más bien un consuelo de pobre. Porque la tierra, como la novela de Ciro Alegría, era ancha y ajena. Las Memorias del censo agrícola de 1946 acusan la dependencia económica, la concentración de la propiedad y la verdadera, absoluta y dominante injerencia extranjera en nuestra economía. Y demuestran que «los propietarios de más de 500 hectáreas solo representaban el 1,5% del número de fincas y eran poseedores del 41,7% de la superficie total».
Resumiendo, la libertad de expresión de quienes hablan o escriben donde hallen sitio, ha de respetarse. Pero no suele merecer respeto el ejercicio irresponsable de la palabra contra un pueblo pobre y acosado.