Tal vez hoy me reprochen afiliarme al tremendismo por que diga que el campo cubano arrastra históricamente una maldición: perder valores frente a la ciudad. ¿Tendré acaso que repetir el dicho de que Cuba es La Habana y lo demás paisaje, o evocar esa imagen de la más obscena poética urbana de que para guardarraya la calle Galiano?
Y ahora, si se disgustan, dejen de leerme, porque voy a afirmar que esa psicología alérgica al campo y a los trabajos agrícolas sigue vigente. ¿O alguien piensa que esa reacción se metió en las cuevas como una cimarrona para envejecer y morir lejos de los ladridos del amanecer?
Nuestra agricultura es todavía insuficiente. Insuficiente en frutos y en brazos y en inteligencia, aunque ahora también en recursos. Lo que no falta es la tierra: está ahí, expectante, a veces resignada. Falta, en cambio, amarla como matriz de la abundancia, en vez de empequeñecerla aprisionándola en la improductividad, como si con ello la hiciéramos mayor.
¿Ofendo si afirmo que es casi perceptible en nosotros la visión del contemplativo, del usurero que acaricia la alcancía de la cual no extrae ninguna moneda? ¿Puede explicarse con otro símil que la agricultura siga estragada? Y no es por déficit de exhortar, clamar. Porque si algo abunda, son las exhortaciones. Pero se echa de menos, al parecer, el rigor sobre quienes todavía presumen ver en la agricultura una oficina desde donde administrar arbitrariamente. De ese modo, podrían enrarecer el clima de creatividad, cuya distorsión es peor que la sequía o el exceso de agua. Cuán limitador resultaría que, otorgada la tierra del Estado, algunos de los usufructuarios recientes del Decreto Ley 259 fueran observados de reojo, como posibles usurpadores, cuando adelanta la extinción del marabú físico.
Pero este podría persistir si el marabú mental tarda en desarraigarse. Y es comprensible la demora. Porque durante décadas ciertos sectores de la agricultura fueron sometidos a la manipulación burocrática, o a decisiones irreflexivas, sin consultar a cuantos sabían cómo trabajar y tratar la tierra. Y, como desvalor agregado, ciertos administradores carecían de la cultura agraria y de otra cultura tan importante como saber tratar a los seres humanos. Porque la agricultura y su gente no se administran; se encauzan. Cuántas veces oí repetir: la caña no se limpia con machete, y luego, ante una voz autoritaria, el molote de movilizados iba como en una carga, machete en mano, a dejar parte de la hierba y a lastimar las cepas.
En ámbitos de la economía y de la sociedad, pocas cosas son hoy, sin haber sido ayer. El entramado de facilidades que dio la Revolución se disminuyó con limitaciones. A veces, la agricultura fue el sector peor pagado, y las oficinas crecieron como la peor de las hierbas. En 1964, Fidel denunció esa desviación. Después, tan temprano aviso fue consumido por una actitud que prefirió, al esfuerzo, una especie de inmovilidad sobre ruedas.
Por supuesto, si esa actitud aún subsistiera —y pudiera estar colándose entre unos u otros— habría, pues, que continuar liberando las fuerzas productivas, facilitando la capacidad del productor para decidir y trabajar. La tierra necesita que el agricultor la ame y la cuide; y para que la ame y la cuide, el trabajador ha de experimentar la certeza de poseer el fruto de su labor, y venderlo sin trabas y cobrarlo también sin dilaciones, y sobre todo trabajar sin que algún inspector, con fiebre administrativista, aparezca ahora y después, y amenace con quitar la tierra. La ley solo ha de servir para orientar, ordenar, y reordenar cuando se incumpla; no para atemorizar.
Esas acciones que restringen o enrarecen lo que el Estado ha legislado, tienden a la separación artificial entre la tierra y el productor. Y si estamos preservando a la tierra de la concentración para salvar la justicia, tan negativa como la concentración en pocas manos resulta que muchas manos no trabajen la que poseen, porque al pensamiento burocrático le son ajenas la sensibilidad y convicción para percatarse de que no hay nada peor que carecer de alimentos.
Entre tantas cosas que faltan en el campo, a más de lo dicho, falta recuperar la cultura campesina, reanimar la vida y los servicios en bateyes, en caseríos de tierra adentro, de modo que el trabajador agrícola, en cualquier tipo de propiedad, se sienta y se convenza que hoy, y por mucho tiempo, es el trabajador más importante de Cuba. Sin embargo, en la práctica, a veces la soga se rompe por lo más delgado.