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Viaje a las claves de la bondad

La casa hinca con la nostalgia, la misma que debe haber sentido, como pocos, Hugo Rafael Chávez Frías durante alguna de sus visitas tiempo después  de haberse mudado de ella

Autor:

Alina Perera Robbio

BARINAS, Venezuela.— La infancia tiene peso definitorio en la vida de un hombre. Por eso percibo la trascendencia de este viaje en una tarde caliente y de cielo claro a Sabaneta de Barinas, escenario donde está ubicada la Casa Museo de Chávez, donde el revolucionario permaneció hasta los 12 años de edad.

Mientras me acerco al lugar donde el gran humanista pasó la niñez, releo líneas del libro Hugo Chávez y la resurrección de un pueblo, del cubano y profundo conocedor de la realidad venezolana, Germán Sánchez Otero: «Las mujeres y hombres llaneros se distinguen —ha escrito el intelectual sobre los nacidos en universos como Sabaneta— por ser independientes y competitivos, pero también generosos y hospitalarios. Esos vastos espacios son testigos de sangrientas y muchas veces heroicas batallas por la independencia venezolana en el siglo XIX.

«Su identidad cultural pasa por el cuatro, el arpa y las maracas, el joropo, las coplas, los corridos y la poesía. El llanero competidor en los contrapunteos cantados, en las mangas de goleo —cuando tumba por el rabo a un toro desde un caballo—, en las galleras, en los juegos de bolas criollas y haciendo cuentos que exageran sucesos reales o imaginados, como aquellos asociados a la anaconda tragavenados y a los gigantes caimanes del Orinoco…».

En presente histórico y en prosa amena Germán narra que los progenitores del líder, «Hugo de los Reyes y Elena, viven en un humilde pueblito cercano a Sabaneta, llamado Los Rastrojos —en San Hipólito—, donde se conocen y casan muy jóvenes, ella de 17 años y él con 19. Elena queda embarazada al mes de casarse y ha tenido su primer hijo (Adán) un año y tres meses antes que Hugo; al cabo del mismo lapso alumbra el tercero, Narciso; periodicidad que se repite con el cuarto, Aníbal; el quinto, Argenis; y el sexto, Enzo, quien muere de leucemia a los seis meses; luego demorará tres años en tener al último, Adelis. El parto de Hugo es normal, más suave que el de Adán, según comenta la joven Elena con regocijo días después. Ocurre pasadas las dos de la madrugada (28 de julio de 1954), en una noche oscura y lluviosa, sin estrellas ni luna visibles».

Como los ingresos de la familia Chávez eran muy pocos y la prole tan extensa, al nacimiento de Adán la abuela paterna Rosa Inés, quien como anota Germán vivía «sin pareja u otra compañía», se brinda para criar al primogénito en su casita de Sabaneta, en la calle Antonio María Bayón. Luego acoge al segundo bebé, Hugo Rafael. Ambos vivirán con la abuela, refiere el escritor, hasta culminar el sexto grado, y más tarde en la ciudad de Barinas, casi todo el tiempo que dura el bachillerato.

Infancia de juego y solidaridad

La casa donde Mamá Rosa cuidó de sus nietos es pequeña, pero la ordenada distribución de sus espacios la convierten en un sitio acogedor, donde no debe haber sido difícil lograr la armonía. El área techada y el patio largo y estrecho resultaron escenarios cómplices para que los niños crecieran al amparo del cariño y la diversión, cuidados por una mujer que nunca apeló a la violencia para la crianza.

Un texto titulado «Las cosas más sencillas», como otros que pueden ser leídos en el museo, expresa que «Hugo Rafael tuvo una infancia signada por el juego colectivo, en el que participan sus hermanos y sus amigos del pueblo. El escondite detrás de las matas de árboles del patio de esta casa, el juego de metras aprovechando los desniveles del piso de cemento y la apuesta por subir primero al árbol de matapalo y de ahí lanzarse en bejucos. ¡Muchacho, te vas a matar! ¡Bájate de ahí, mira que el diablo anda suelto!, le gritaba Mamá Rosa. Y por las noches, en una Sabaneta que quedaba a oscuras luego de que Mauricio Herrera apagara la planta eléctrica, era menester disfrazarse para asustar a los incautos, avivando así los cuentos de espantos y aparecidos».

Hugo y Adán, refiere el texto, construían sus juguetes con lo que por ahí apareciera: semillas de mango, chapas, cartones y potes de leche, carretes de hilo, retazos de madera, ruedas de patines viejos y latas, entre tantos otros materiales. De ese modo «el juego y el juguete hacían de la infancia de Hugo y de todos los niños y niñas de esta Patria un mundo maravilloso con las cosas más sencillas».

Rosaura Valero, de 34 años y nacida en Sabaneta, es la guía del museo. Para desempeñar su tarea fue escogida de entre numerosos candidatos. «Mi relación con este espacio, dice, es mantener vivo el legado del Comandante». Afirma que son muchas las personas que acuden al lugar cuyas puertas abren de lunes a sábado, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde; y los domingos, hasta las 12 del mediodía.

No demora en responder cuando le preguntamos por la cualidad que más admira del Comandante Hugo Chávez: «Su humildad». Lo interesante es que a solo metros, y un rato después, Willian Miquilena, de 18 años y también oriundo de Sabaneta, reacciona con la misma expresión. Él es uno de los jóvenes uniformados que custodian el museo. Su turno dura 24 horas.

En algún punto del patio una instalación artística en homenaje a la bicicleta remite al valor de ese objeto en la época de Hugo Chávez niño. Nos lo recuerda también el texto titulado «Un pueblo en dos ruedas» que podemos leer en la Casa Museo y que contiene la evocación del gran estadista en el documental Los sueños llegan como la lluvia: «El recuerdo más lejano que tengo de mi padre, un hombre muy joven, (es que) llegaba en una bicicleta y además venía rápido, cuando iba llegando a la casa sacaba una pierna por encima de la bicicleta (…) y yo lo veía, pero bueno, frenaba y ponía la bicicleta. Mi padre ha sido un hombre muy enérgico toda la vida. Yo lo admiraba y lo admiro muchísimo. Mi padre es afrodescendiente, negro».

El patio, universo de aventuras y ensueños, fue el gran punto de partida. Brindaba la oportunidad a los niños de poner a bailar el trompo, de jugar a la pelotica de goma y al escondite —40 matas, como se conoce en Sabaneta—; era el escenario donde cultivar los primeros gestos de compañerismo.

Es allí donde se han dado el cerezo, el limón, el mango, el tamarindo chino, la guayaba, la naranja, la mandarina, la guanábana, el mangle de plata, el pino limón, y otras especies.Es allí donde amigos del hombre excepcional han plantado árboles, y donde el mismo Hugo Chávez sembró el 29 de abril de 2010 un naranjo al cual bautizó con la palabra Revolución.

La casa hinca con la nostalgia, la misma que debe haber sentido, como pocos, Hugo Chávez durante alguna visita hecha años después de haberse despedido de ella.

Pareciera que no queda nada. Pero observando bien, y sumando la palabra oral o escrita de los inquilinos de una época, pueden asomar las claves de una existencia cuyo sentido estará dándonos inspiración y luces durante mucho tiempo.

Rosaura Valerono no demora en responder cuando le preguntamos por la cualidad que más admira del Comandante Hugo Chávez: «Su humildad».

En algún punto del patio una instalación artística en homenaje a la bicicleta remite al valor de ese objeto en la época de Chávez niño.

Juguetes con los que se divertían niños como Hugo Rafael.

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