Si algo se nos descubre pronto, cuando dialogamos con Lázaro Zamora Jo (Punta Alegre, Ciego de Ávila, 1959), es su fina sencillez, su cordialidad en el trato y el concepto sustancial que tiene de las letras y la cultura. Aunque se licenció en Historia por la Universidad de La Habana, Lázaro no pudo escapar, finalmente, a la inquietud que se apoderó para siempre de él desde la adolescencia: el instinto de crear nuevos paraísos. Pasados los años, esos mundos imaginativos cobraron forma en el poemario La otra orilla (2001) y en el relato Un laberinto, una cuerda, mención en la segunda convocatoria del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. Luego, en el 2004, su libro Luna Poo y el paraíso se alzó con el Premio Alejo Carpentier de Cuento. Además, algunos de sus poemas y relatos han sido incluidos en antologías en México, España e Italia, y, a finales de 2007, en el volumen Contar es un placer, editado en Cuba. Nuestro entrevistado pugna a diario con la cotidianidad para darle vida a sus imágenes.
—Lázaro, aunque has incursionado con similar fruición en la poesía y la novela, uno llega, no obstante, a identificarte más con el cuento. ¿Se debe esto a simples razones circunstanciales o a un paulatino abandono tuyo de aquellos géneros?
—Creo que se debe, en gran medida, a la promoción que en su momento me dio el premio Alejo Carpentier con el libro de cuentos Luna Poo y el paraíso. Eso hizo mucho más visible mi trabajo con el cuento. También es cierto que es el género al que más tiempo he dedicado en los últimos años, pero no se trata de preferencias. Sencillamente hay épocas más propicias que otras para trabajar en determinado género o proyecto y uno debe aprovecharlas.
«La poesía y la novela son para mí esenciales como creador, de la misma manera que lo es el cuento, y no pienso abandonarlas mientras escriba. No son el resultado de una elección, sino de una necesidad. De hecho, no he dejado de escribir poesía. En cuanto a la novela, en estos momentos trabajo de nuevo en ella».
—Tú naciste con la Revolución, de alguna manera eres parte de la nueva mirada que se instaura en nuestra literatura a partir de la década de 1980, y, quizá más aún, de la que irrumpe ríspidamente en los mismos albores del decenio siguiente. En este sentido, ¿te ves ligado a alguna etiqueta literaria en especial o a una sensibilidad? ¿Cómo definirías tu poética en la narrativa y en la poesía? ¿Qué existe en común entre ambas más allá del mismo sujeto creador?
—Sí, indudablemente, pertenezco por edad y sensibilidad a esa generación que Salvador Redonet llamó «los novísimos», aun cuando mis primeros textos comenzaran a ver la luz después que la mayoría de esos novísimos se diera a conocer como escritores, sobre todo con aquella antología de Redonet publicada en 1993: Los últimos serán los primeros. Mi escritura, por tanto, lo mismo en el cuento que en la novela, no ha sido ajena a muchos de los rasgos que definen la narrativa de esta generación: el tratamiento de asuntos como la marginalidad, el erotismo, la prostitución; la reivindicación de lo escatológico; la tematización de la propia escritura, la intertextualidad, la fragmentación; la mirada escéptica, irónica o paródica; el desenfado, entre otros aspectos.
«Definiendo un poco más mi poética —algo bien difícil y engañoso de lograr por el propio autor—, podría decirte que en el plano temático no me motiva abordar los conflictos de la realidad con el mero afán de hacer crónica. Los referentes de la realidad aparecen incluso un tanto desdibujados, no se menciona nunca el país o la ciudad en que tienen lugar las historias, los personajes se mueven preferentemente en espacios privados. Y es que los motivos que aporta la realidad a mis textos me interesan solo en la medida que sirven para otras indagaciones, mucho más ricas desde el punto de vista literario.
«Para mí, en la ficción narrativa, tan importante como la propia historia —soy de los que siguen creyendo en el hechizo de toda buena historia— lo es el lenguaje. Como ha dicho Barthes, no hay lenguaje inocente. Las palabras hablan todo el tiempo de nuestra particular visión de la literatura. Trabajo minuciosamente en ese sentido, buscando la visibilidad del lenguaje, su espesor, las marcas que perfilen mi territorio».
—He notado en tus ficciones un rico entreverado intertextual donde confluyen en armonía direcciones literarias y culturales disímiles, provenientes de las denominadas alta cultura y cultura de masas. ¿Representa esa estrategia una mera forma de estar o un hondo sentimiento espiritual y cultural de ser en nuestra época?
—En efecto, hay en mi narrativa una intención lúdica que se manifiesta, entre otras cosas, en la alternancia de diferentes niveles del lenguaje —el elevado y el prosaico—, y en ese juego intertextual al que aludes y donde puede convivir un fragmento de Baudelaire, por ejemplo, con el estribillo de una canción popular de moda. Es una actitud lúdica, gozosa, hacia la escritura, pero también esas apropiaciones y juegos buscan construir o potenciar determinados sentidos en el texto. Muy a menudo las citas, alusiones, parodias, intentan alimentar la obra con elementos de la propia tradición literaria.
«Sin embargo, existe otra razón no menos importante a mi modo de ver: esa mezcla de registros y discursos disímiles, esa heterogeneidad e hibridación caracterizan en gran medida nuestra realidad actual, una realidad donde las fronteras se desdibujan, donde lo marginal y lo que no lo es comparten con frecuencia el mismo espacio».
—¿Qué escribes en la actualidad? ¿Tienes alguna nueva obra en imprenta? ¿Qué otras labores realizas en estos momentos? Te pregunto todo esto para resumirlo en un misterio, ¿qué es para ti el tiempo?
—Terminé un libro de cuentos que todavía no he enviado a editorial alguna —primero hay que probar suerte en los concursos—, y ahora estoy rescribiendo una novela. No tengo otros proyectos ni ocupaciones por el momento, fuera de los deberes de padre de familia, claro.
«Y el tiempo, bueno, es la obsesión perpetua».