Yoel Carreño, artísticamente Joel. Autor: Isabel Muñoz Publicado: 19/06/2020 | 11:29 am
Quien no tenga noticias de que con su inmenso talento él también ha contribuido decisivamente a engrandecer la estirpe de los Carreño, apellido inscrito entre los más sobresalientes no solo en la historia del Ballet Nacional de Cuba sino de la danza mundial, jamás podrá imaginar que aquel joven, manchado de grasa hasta los tobillos, que como el más experto de los mecánicos repara con esmero el carro de su padre —uno de sus mayores placeres—, es el primer bailarín que inspira, por su exquisito arte, que el On the Aisle, de Estados Unidos publique críticas al estilo de: «El bailarín estrella de la función fue el joven Joel Carreño. En el pas de deux del tercer acto de Don Quijote, como el barbero Basilio, este geniecillo, a semejanza de Nijinski, logró ejecutar con éxito conmovedoras interpretaciones...»; o que el The New York Times se deshaga en elogios: «...Carreño encarna la música misma en la pureza clásica de su baile».
En Don Quijote, junto a Viengsay Valdés. Calixto N. Llanes
Contrario a lo que se pueda pensar, Joel Carreño no llegó al ballet llevado de la mano por sus padres, ni tampoco la influencia de estos fue decisiva para que hoy ostentara el rango de primer bailarín dentro de esa emblemática institución cultural que cumplirá 60 años en el próximo octubre, sino que, como muchos otros, este arte lo fue atrapando poco a poco, después de que su profesor de gimnasia artística lo presentara, por su propia iniciativa, a las pruebas de aptitudes de la Escuela Elemental Alejo Carpentier.
«No era extraño verme desde muy pequeño en el teatro con mis padres, pero cada vez que me preguntaban si iba a ser bailarín, les respondía que de ninguna manera, que no me gustaba. Supongo que lo decía para llevar la contraria. Hay una verdad, y es que era testigo de que los bailarines de mi familia no descansaban ni un segundo, y la vida se les convertía en ir a clases, ensayar, actuar, comer y dormir. Al parecer, ante los ojos de un niño era una existencia bastante aburrida y poco excitante.
«Así fue como decidí, embullado porque mi primo lo practicaba, entrar a los cinco años en el deporte. Y claro, eso me sirvió de preparación para aprobar cuando mi profesor, que estaba haciendo un estudio con bailarines, me presentara a L y 19, después de “convencer” a mis padres, obviamente sin saber quiénes eran. Una vez que empecé en la escuela, me percaté de que todo me salía bien, me fui enamorando de esta carrera, y aquí estoy».
—¿Es cierto que hubo un momento en el que por poco pierdes la carrera?
—Sí, fue en tercer año, en que tuve una fractura de cúbito y radio en el brazo izquierdo. Estaba sentado en un muro de la escuela, donde hacía la escolaridad, esperando para ir a L y 19, cuando alguien jugando empujó a un compañero, que a su vez me empujó a mí. Tenía entonces 11 años, y en ese momento fue traumático porque pensé que se había acabado mi carrera. Sin embargo, tras la operación, nunca más he tenido problemas con el brazo. Repetí ese año y, por suerte, no hubo más inconvenientes.
—Para los niños generalmente es un problema tener que repetir un grado. ¿No lo fue para ti?
—Es que, por una parte estaba adelantado, y por la otra, casualmente, de mi grupo solo aprobamos los dos que veníamos de la gimnasia, pero con bajas notas: yo por lo del brazo y él porque tenía algunas dificultades técnicas, pero el resto —éramos unos diez— estaba peor. Como éramos solo dos, no tenía sentido continuar, era mejor, incluso para la propia superación de nosotros, que nos uniéramos con nuestro año. Yo lo asimilé muy bien, pues me permitió afianzar los conocimientos y ejercitar mucho más mi cuerpo.
—Mirado en la distancia, ¿no te parece que se era demasiado exigente?
—No sabría decirte si hoy continúa de esa manera, pero, entonces, exigencia era la palabra de orden; cosa que agradezco de corazón, porque fue lo que posibilitó que seamos hoy lo que somos. Esa experiencia te deja una enseñanza: hay que trabajar con esmero y esforzarse al máximo. Ojalá en la escuela siga siendo así.
—Has dicho que bailar La fille mal gardée te remonta a tu infancia, ¿añoras aquellos tiempos?
—Fue una infancia muy ajetreada, porque desde los cinco años estoy metido en ejercicios fuertes, ahora mismo mi cuerpo no puede estar sin hacerlos, tomo vacaciones porque el cuerpo necesita descanso, pero me siento con mucha ansiedad. No obstante, fue una niñez tranquila, quizá con un poquito más de responsabilidad que el resto de mis coterráneos, que jugaban pelota o mataperreaban por la calle, mientras que yo llegaba agotado y no daba para más. Luego, cuando empecé en el ballet fue peor, porque nuestra herramienta de trabajo es el cuerpo y si no lo cuidas no podrás hacer mucho. Mira, de hecho no sé montar patines, lo que me hubiera encantado, y ya no me arriesgo porque una caída, una torcedura de pie, podría ser fatal, pues te aleja del escenario y los salones, y en esta carrera el tiempo es oro.
—¿Qué recuerdos tienes del día en que te designaron como primer bailarín? ¿Estabas preparado?
—Desde que entré a la compañía esa fue una de mis metas: llegar a ser primera figura y bailar todo el repertorio clásico. Te engañaría si te dijera que no lo esperaba, pero cuando me lo informaron me dio una alegría que no te puedo explicar. Recuerdo que me llamaron a la dirección y Alicia Alonso, nuestra directora, me dijo que debido a mis méritos, a lo que había logrado, ya estaba apto para asumir esa categoría. Claro, es una responsabilidad que te mantiene todo el tiempo presionado, con un peso inmenso sobre tus hombros, porque el éxito o no de la puesta en escena de un gran ballet recae en buena medida sobre ti, y eso te hacer pensar que, definitivamente, todo va en serio. Sí, fue algo bien lindo y aquí estoy esforzándome por merecer tan alta distinción.
—¿Cuál fue el primer ballet importante que protagonizaste dentro de la compañía?
—El lago de los cines, un ballet que se las trae desde el punto de vista artístico y técnico. Tendría 18 o 19 años, y fue un desafío grandísimo para mí. Me dieron la oportunidad de estrenarme en España, y era imposible controlar los nervios, porque, entre otras razones, en mi debut compartiría el escenario con mi prima Alihaydée Carreño, quien ya lo había interpretado en varias ocasiones. Por suerte, no me puedo quejar de los resultados. Actualmente es una obra con la que me siento más seguro, más tranquilo, lo que me da la posibilidad de disfrutarla cuando la bailo mucho más que entonces.
—¿Qué patrones tomas a la hora de montar tus personajes?
—Lo primero que hago es estudiarme muy bien la historia, eso es muy importante porque si no posees esa preparación, eres tú disfrazado de un personaje haciendo unos cuantos pasos con música, y ese no es el arte. Tienes que hacerle creer al público que eres el Franz de Coppelia, el Siegfried de El lago de los cisnes, el Hilarión o el Albrecht de Giselle, que sientes y padeces al igual que ellos, para que quienes van a verte puedan disfrutar de esa fantasía, meterse en ese mundo, y logren, por unos instantes, enajenarse de la vida real y vivir la historia.
«Cuando uno comienza a asumir esos roles trata de imitar, te guías por una figura que hayas visto en un video o por la interpretación de alguien en una función previa, pero luego uno tiene que ir buscando su propio personaje, irlo vistiendo a partir del modo como tú sientes las cosas. Seguramente en un inicio no era yo el que estaba bailando, era aquel otro que, de cierta manera, había “copiado”. Después les fui encontrando los detalles que lo convirtieron en mi personaje, al que le fui dando cada vez más de mí.
«Creo que en este momento ya puedo decir que tengo mi Albrecht, mi Franz, mi Basilio..., y aunque todavía me queda un buen trecho para llegar a la perfección, sí los he ido perfilando con sutilezas que, a lo mejor, los espectadores no perciben, pero que, sin dudas, enriquecen cada presentación».
—No solo has participado en concursos internacionales, también has sido jurado de los mismos...
—La primera vez que me convidaron para que formara parte del jurado, no me lo podía creer. Date cuenta de que yo estuve en ese I Encuentro Internacional de Academias de Ballet y en el I Concurso también, donde logré la medalla de plata en la categoría junior, la de los más pequeños —en las ediciones II y V gané medallas de oro—, y era como volver a vivir momentos muy emocionantes. Te digo más, yo me senté en el público para ver la primera ronda de la competencia y estaba más nervioso calificando que cuando competí en ese mismo certamen.
—¿Mucha presión por pertenecer a una familia ilustre en la historia del BNC? ¿Te molesta que te comparen con tu hermano José Manuel?
—Ese apellido conlleva un compromiso inmenso, pero lejos de amilanarme lo que he tratado es de sobreponerme y usarlo como pretexto para superarme cada día, para intentar llegar al mismo nivel de mis tíos y de mi hermano. Y no, no me molesta que me comparen con José Manuel, porque él es uno de los mejores bailarines del mundo y siempre ha sido un ejemplo a seguir. Él, además de mi hermano, es mi paradigma.
—Tienes 27 años, pero esta es una carrera muy corta. ¿Cómo te ves de aquí a unos años?
—Quisiera que el cuerpo me permitiera bailar hasta que con mi arte lograra emocionar a quienes me ven en el escenario, aunque pudiera hacer otras cosas que ya he probado, como la enseñanza con lo que me siento a gusto, pues es muy grato ser testigo, y parte, del avance de los niños o de los bailarines; ver cómo van creciendo como artistas y como personas, y saber que tú has sido responsable en buena medida de esa evolución.
Desde siempre Carreño sobresalió por su virtuosismo técnico. Foto: Calixto N. Llanes
—¿Momentos que no quisieras recordar?
—¡Ufff! Momentos malos, lo que se dice malos, no he tenido, aunque sí pequeñas rachitas, no sé... Cuando entré a la ENA tuve un período en el que engordé mucho y tuve que hacer una dieta muy severa para recuperar lo que se pierde cuando se aumenta de peso. Quizá los angustiantes han sido los estrenos de algún ballet, pero no se pueden catalogar como malos tampoco. Es que uno se siente muy tenso, porque no quiere fallar, ni que se te olviden las correcciones que te hicieron los maestros y, al mismo tiempo, llevar la historia y aparentar que nada está sucediendo, que estás tranquilo, aunque seas una bola de nervios. Es una presión casi insoportable, pero desaparece en cuanto recibes el reconocimiento caluroso que las personas te tributan al finalizar el espectáculo.
«No hace mucho, cuando bailé Cascanueces, sentí que había sido un día pésimo, quizá quienes me vieron no se dieron cuenta de ello, pero yo, particularmente, me sentí muy incómodo, porque si además de bailar tienes que luchar con cosas ajenas a ti, te alteras un poco. Y es que el escenario del Gran Teatro de La Habana, nuestra sede principal, está en muy malas condiciones. Tengo noticias de que se le está haciendo una pequeña reparación para mejorarlo, pero es un mal que se viene acumulando desde hace muchos años. Bailar en vivo, con luces, música, vestuario, sin poder repetir cuando algo no sale como quieres, te crea un estrés adicional que aumenta si las condiciones no son las mejores, porque uno solo quiere que la función salga sin tropiezos, que es lo que el público se merece.
«Momentos agradables he tenido muchos, lo mismo como estudiante que como bailarín profesional, pero ninguno como ese premio con que te distingue el público cuando se acaba una buena función. En ese instante te crees el mejor hombre del mundo.
«Ahora me reconforta poder celebrar el aniversario 60 del BNC junto a mis maestros, ensayadores y colegas. Me enorgullece pertenecer a esta compañía, la cual está entre las cinco más grandes del mundo, y saber que, de alguna manera, yo también he contribuido, en estos diez años, a conformar su increíble historia».