Monumento erigido al Che en La Higuera. Autor: Wikipedia Publicado: 21/09/2017 | 05:40 pm
A 2 160 metros sobre el nivel del mar, la luz de las fogatas se eleva por encima de los hombres, desafiando la oscuridad y el frío inclemente de la noche en La Higuera. Hay cientos de personas acampadas en carpitas móviles frente a la pequeña escuela donde hace más de cuatro décadas la historia permutó a leyenda.
Eddy está sentado en la tierra, sosteniendo la cámara de televisión sobre las piernas cruzadas. El sonido de los tambores del hombre brasileño, interpretando uno de sus ritos religiosos, le parece un sueño lejano. Él está pensando…
«Yo quería venir con mi hermana porque este era su mayor sueño, pero falleció hace unos días. Ojalá me esté mirando ahora y sepa que vine por las dos», le cuenta una joven paraguaya y entona un canto que, para Eddy, es el más triste del mundo. Él también hubiese querido que su hermana cubana viviera la experiencia.
Al principio intenta disimular las lágrimas, pero a su lado el editor que lo acompaña llora como un niño pequeño, y ya él no se resiste. Comprende entonces que en este sitio todos se quitan la coraza del pecho, se abren el corazón.
«Hermano, ¿no has comido nada? Toma esta barrita de chocolate», casi le implora una anciana española, en quien no había reparado. Hay argentinos, cubanos, chilenos, venezolanos, estadounidenses… También un iraní. Eddy se seca el rostro y sonríe: a lo lejos una monjita anglosajona intenta comunicarse con un roquero español. La Higuera acoge en su tierra a todo ser humano que quiera acercarse al Che.
De Vallegrande a La Higuera
El día 6 comenzó a subir la gente desde Vallegrande. Se necesitan más de dos horas para dominar los 60 kilómetros que separan el lugar donde encontraron sus restos y los de sus compañeros, del sitio en que el Che fue asesinado.
Algunos choferes se resisten a aventurarse por la carretera plagada de cruces pequeñas, porque el recorrido es sinuoso, como una serpiente cascabel en fuga hacia lo alto, donde el aire seco y polvoriento calienta los pulmones. Pero no es lo mismo subir en un transporte que hacerlo a la manera del Che: con infinitos sacrificios físicos, ahogándose por el esfuerzo… Normalmente las personas mayores se trasladan hasta Pucará, un pueblo instalado justo en la mitad del trayecto, con casitas de barro y yerba, embetunadas de rojo desértico, y un silencio arrasador. A partir de ahí, la mayoría hace el viaje a pie.
Eddy recuerda los días anteriores, mochila a la espalda y cámara en ristre, saludando a los compañeros de viaje, sintiéndose orgulloso cada vez que respondía que «sí, soy cubano», y los peregrinos lo colmaban de preguntas acerca de la Isla y de cuánto hizo el Che en Cuba.
«Esa es la Quebrada del Yuro», señala un boliviano apuntando hacia la formación rocosa tras los arbustos de espino.
«Yo también llevo en mi pecho una “polera” con el Che, como tú, cubano», le dice un señor señalándole el pulóver. A la luz de las fogatas parece un hombre común que ha venido, como el resto, a conocer de cerca la magnitud del argentino universal. Pero no es verdad. «Yo luché contra él sin saber quién era en realidad. Después supe que fue un gigante, sin embargo, los pobres de Bolivia no estábamos preparados para entenderlo». Y entonces admite que fue miembro del ejército que combatió contra la guerrilla de Guevara. Eddy se queda perplejo, admirado por la grandeza de un hombre que, aun después de muerto, da una lección de honor a sus enemigos de antaño.
Los vecinos de La Higuera también aseguran que desconocían quién era el Che hasta algún tiempo después de su muerte. Cuentan que el poblado apareció en los mapas luego del 8 de octubre de 1967. Allí casi todo está intacto. Unas 30 casas sirven de morada a un centenar de aldeanos, en medio de un ambiente místico, surcado por la devoción con que las personas fraguan sus rezos al «San Ernesto» que murió en una de las piezas de la escuelita local, convertida hoy en museo.
«Que Dios los bendiga y el almita del Che los acompañe», dicen los paisanos al caminante. «Perdone, buscamos la casa de Julia Cortés, la maestra que le dio al Che su último alimento, una sopa de maní», le dicen a la señora que sale a su encuentro. «Ya ella murió», responde la mujer sin parpadear; pero luego conoce que son cubanos los que quieren saber cómo fueron los últimos minutos de vida del guerrillero. Los invita a entrar en la pieza donde siempre tiene encendida una vela para él. Y acepta al fin: «Yo soy Julia».
Eddy estudia el rostro de la maestra mientras cuenta cómo aquel prisionero desgarbado, con el pelo largo y rebelde, y a sabiendas de que planeaban asesinarle, tuvo temple para corregirle un error ortográfico en la pizarra: «a la palabra Ángulos le falta la tilde sobre la mayúscula, maestra». Y antes de que se esfumara aquel 9 de octubre de 1967, dos ráfagas sentenciaban al Comandante. Era la una y diez de la tarde.
San Ernesto
«Tu ejemplo alumbra un nuevo amanecer». Así dice la inscripción ribeteada en rojo y blanco sobre la piedra inmensa que eleva un busto del Che a tres metros de altura, en la entrada misma de La Higuera.
«¿Cómo habrá llegado hasta aquí esa estructura colosal, si es la única de este tipo en medio del paisaje?», se pregunta Eddy siempre que llega hasta aquí, y Paula, una de las ancianas más antiguas del lugar, le cuenta: «Los dioses otorgaron poderes para trasladarla, porque pasarían muchos soles y mucha lluvia, y vendría un hombre a hacer el bien, moriría, y sobre esa piedra descansaría su imagen, de frente al sol». Eddy no sabe si creerle o no. Pero la piedra está allí y el busto pétreo también. Enciende la cámara y filma al Che, a la gente aproximándose, a los pobladores y a los niños que salen a su encuentro.
Entre diálogos y cantatas, la vigilia de los peregrinos va terminando junto a la noche del 8 de octubre. Amanece. La gente hace ondear las banderas en una tribuna improvisada y cada cual expresa sus sentimientos como sabe: besan la tierra, ponen velas en el busto, dicen poemas, rezan, cantan o leen discursos. Siempre existe alguien que intenta traducir para que entienda el resto. Pero si hay alguna lengua demasiado desconocida, nadie interrumpe ni pregunta: todos escuchan en silencio.
«Ya se va a nublar el sol», corren la voz quienes, como Eddy, han venido más de una vez a La Higuera. Muchos no creen que suceda, porque no hay nubes y es apenas la una de la tarde. Pero de pronto, una gran neblina se cierne sobre La Higuera y acalla los cantos de los visitantes.
Al unísono, como hipnotizados, todos se van sentando sobre la tierra, en el silencio más puro que hayan percibido desde la llegada, y prenden sus velas. Así, bajo el parpadear de los «fueguitos», permanece La Higuera durante diez largos minutos, hasta que otra vez va apareciendo, poco a poco, el brillo del sol como un regalo misterioso y divino. «Su espíritu está aquí», dicen los más viejos, mientras los visitantes se arrodillan frente a la estatua para cumplir con la misión personal que los ha conducido, desde diversos puntos del planeta, hasta La Higuera del Che.