Lecturas
La palabra «brava», para aludir a aquello que se impone a otro o a otros por la fuerza, es un cubanismo. Alguien le da la «brava» a otra persona cuando la obliga a hacer algo con lo que no está de acuerdo o a proceder en contra de sus criterios; cuando la presiona para que acepte aquello que no quiere.
Bien temprano apareció el término «brava» en el vocabulario electoral cubano. Daba la «brava» en las elecciones el Gobierno que, sin respetar el resultado de los comicios, hacía el «cambiazo de votos», otro término asociado, a favor de su candidato, y dejaba al rival como a la novia de Pacheco… vestida y esperando. No valían las protestas del perdedor que, en el mejor de los casos, debía resignarse a aguardar por las elecciones siguientes.
Don Fernando Ortiz incluye la voz «brava» con la acepción de «imposición» en su Nuevo catauro de cubanismos. Otros autores van más lejos y precisan que dicho término comenzó a usarse en la Isla con motivo de las elecciones generales de 1906, a cuatro años de nacida la República. Demoraría en desaparecer, pues la última «brava» tuvo lugar el 3 de noviembre de 1958, cuando Carlos Márquez Sterling sufrió el «cambiazo» de votos que dio la victoria al candidato batistiano Andrés Rivero Agüero. En la llamada casa de Salazar, en la Ciudad Militar de Columbia, se prepararon por orden de Batista las boletas que, vana quimera, aseguraron el triunfo del Gobierno. Así se dice en Batista, últimos días en el poder, de José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt, y lo ratifica, con lujo de detalles, el ex general batistiano «Silito» Tabernilla en su reciente libro Palabras esperadas.
En 1906 el Partido Liberal fue víctima de la «brava» electoral orquestada por el Partido Moderado a fin de mantener en el poder, por un período más, a Tomás Estrada Palma. Nada tenía de moderada esa organización política, y el llamado Gabinete de Combate creado en su tozudez senil por don Tomás para mantenerse en el cargo, procedió de manera sangrienta y dolorosa a fin de garantizar la reelección del presidente. Hubo de todo en aquellos días con tal de lograrla, desde la detención de los dirigentes liberales y la destitución de alcaldes que no simpatizaban con el Gobierno, hasta el asesinato, por el jefe de la Policía de Cienfuegos, del joven parlamentario Enrique Villuendas, uno de los valores nacionales del liberalismo.
A partir de entonces la maniobra se repitió no pocas veces en la Cuba republicana. Volverían los liberales a ser víctimas de otra «brava» en 1916, cuando el presidente Menocal y, sobre todo, su camarilla áulica, se negaron a reconocer el triunfo del Doctor Alfredo Zayas, y procedieron al famoso «cambiazo» de los votos que aseguró la continuidad del mandatario.
En ambas ocasiones los liberales respondieron a la «brava» con la protesta armada. Protagonizaron, en 1906, la llamada Guerrita de agosto. El Gobierno fue incapaz de dominarla y Estrada Palma se negó a parlamentar con los rebeldes. No cedió ante ellos y prefirió pedir, al amparo de la Enmienda Platt, la intervención militar norteamericana.
El «cambiazo» de 1916 provocaría, en febrero del año siguiente, el levantamiento de La Chambelona, encabezado por el ex presidente José Miguel Gómez. Tenía el caudillo espirituano no pocos seguidores dentro del naciente Ejército Nacional y sus correligionarios lograron controlar, sin dificultad, la provincia de Camagüey y el territorio santiaguero, mientras que José Miguel avanzaba hacia occidente. Se sabía que si lograba entrar en Las Villas, baluarte indiscutible entonces de los liberales, no habría fuerza capaz de impedir su entrada victoriosa en La Habana. Algunos jefes militares, sin embargo, actuaron con astucia y un oscuro teniente, sin haber recibido órdenes al respecto y sin encomendarse a nadie, decidió por su cuenta destruir el puente de Jatibonico y cambió el curso de la insurrección. No demoraría José Miguel en caer prisionero con toda su escolta. Guardaría prisión durante más de un año en el Castillo del Príncipe.
No todos los candidatos víctimas de «bravas y cambiazos» actuaban de esa manera. Zayas permaneció agachado, sin disparar un tiro, mientras José Miguel se batía por validar a su favor el voto electoral. Otros procedían con serenidad y cierto sentido filosófico. «Ya volveremos», fue el escueto comentario de Ramón Grau San Martín al saberse derrotado por el fraude en las elecciones de 1940.
Sabía Grau que lo tendría todo en contra. Se enfrentaba a Batista, que desde 1933 era, desde el campamento de Columbia, el verdadero amo de la nación y que se haría elegir con los fusiles, si era necesario. Lo perjudicaba además el Código Electoral de 1943, que daba ventaja al candidato de una alianza de partidos. El nombre de Grau aparecía en una sola boleta, la del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), mientras que el del Coronel figuraba en las de los seis partidos de la Coalición Socialista Democrática que lo postulaba, lo que le concedía la ventaja de acumular en su favor el voto emitido en beneficio de cualquiera de los candidatos provinciales de esos partidos. Por otra parte, durante la campaña electoral los militantes auténticos eran objeto de presiones coactivas por parte del Ejército, y Batista, respaldado por la maquinaria del poder, procedía a la compra de votos. Grau restó importancia a esos inconvenientes. Pensó que una Constitución recién estrenada no sería mancillada con un atentado al derecho del sufragio.
Se equivocó, porque Batista, con el uso de la fuerza, recurrió al robo de urnas y a la alteración del escrutinio para agenciarse la victoria. Enseguida, una ley-remache impidió la tramitación de cualquier recurso legal contra el resultado electoral.
Volvió Grau, en efecto, a aspirar en las elecciones de 1944. La Constitución de 1940 impedía al Presidente de la República volver a optar por el cargo hasta transcurridos ocho años del cese de su mandato. En virtud de ese precepto, no podía Batista reelegirse en esa fecha, a menos que se impusiera por la fuerza. El inocuo Carlos Saladrigas, postulado por la coalición gubernamental, debía garantizar la continuidad del batistato. Asumiría Saladrigas la presidencia y Batista, ya Mayor General pese a su situación militar pasiva, volvería a Columbia para, como jefe del Ejército, hacerse del poder real. Nada salió como se planeaba. El año 1944 no era 1940; las circunstancias habían cambiado, y Grau obtuvo un aplastante triunfo electoral.
Era habitual que un presidente impedido de reelegirse de inmediato seleccionara a un candidato de su mismo partido para que lo continuara. Grau ideó el concepto de la reelección programática y escogió para sucederlo a Carlos Prío, quien ya en el poder no demoraría en desmarcarse de su antecesor. Ocurrían, sin embargo, cosas muy curiosas en la Cuba de ayer. El liberal José Miguel Gómez, por ejemplo, no transigió conque el liberal Alfredo Zayas, su vicepresidente por añadidura, lo sucediese en lo que entonces se llamaba la silla de doña Pilar. Los liberales, escindidos ya en zayistas y miguelistas, siguieron dividiéndose y muchos de ellos se integraron, con los conservadores, en la Conjunción Patriótica que, también con el apoyo de José Miguel, según se dice, dio el triunfo al general Menocal en 1913.
Llegaron los comicios de 1920. José Miguel volvió a aspirar a la presidencia por el Partido Liberal. Zayas, que era el eterno aspirante y que esperaba ser el candidato de esa organización política, se salió entonces del liberalismo y fundó el Partido Popular, tan raquítico en membresía que ganó el mote de partido de los cuatro gatos. No fueron esos cuatro gatos los que lo llevaron al poder, sino el sustento de los conservadores con los que se alió en una Liga Nacional y, sobre todo, con la ayuda del presidente Menocal, su antiguo enemigo, aquel que le dio la brava en 1916, que comprometió su apoyo a cambio de que Zayas lo ayudara a ganar la presidencia en 1924.
No cumplió Zayas, llegado el momento, su palabra. Menocal, convencido de la traición, acudió a visitarlo en el edificio de la calle Refugio número 1, sede del Ejecutivo de la nación.
—Usted me ha dado la «brava» —le dijo.
Y Zayas, sin aludir al «cambiazo» que lo sacó del juego en 1916, respondió:
—Y como duele eso.
Resultaba que Zayas había decidido allanar al liberal Gerardo Machado su camino hacia el poder. Lo convencieron los cinco millones de pesos que Faya Gutiérrez, el hombre más rico de la Cuba de entonces, le ofreció si procedía de esa manera. No lo pensó dos veces. A Zayas, por su carácter, flemático y parsimonioso, le apodaban el Chino. Le decían también el Pesetero.
Ya para entonces, Machado había ganado la asamblea postulatoria del Partido Liberal, imponiéndose sobre el coronel Carlos Mendieta, caudillo natural de los liberales, y antes de comprar al presidente, había comprado a la asamblea.
Machado dio también una «brava» a su manera cuando, con el apoyo de los tres partidos con representación congresional, logró reformar la Constitución de 1901 para permanecer seis años más en el cargo y sin vice, y presentarse como candidato único a las elecciones del 1ro. de noviembre de 1928. A esa alianza de los partidos Liberal, en el Gobierno, y los oposicionistas Conservador y Popular, se le llamó cooperativismo. Su artífice fue el senador Wilfredo Fernández, aquel que en un gesto de guataquería insuperable susurraba al dictador: «Gerardo, ha comenzado tu milenio».
Quizá Machado se lo creyera. Lo cierto es que después de su derrocamiento, el 12 de agosto de 1933, no volvió a haber en la Isla un mandatario liberal. Mendieta, que fue presidente de facto, militaba al llegar al poder en la Unión Nacionalista, y Miguel Mariano Gómez, pese a sus orígenes, arribó al poder como militante del Partido Acción Republicana, si bien con el apoyo de liberales y nacionalistas y, sobre todo, de Batista, que lo impuso y siete meses después lo sacó. Habría que esperar a 1948 para que se presentara a la presidencia un candidato de esa filiación, Ricardo Núñez Portuondo, un cirujano eminente a quien los estudiantes expulsaron de su cátedra universitaria por sus vínculos con el machadato y que había sido médico personal del dictador. Con él, los machadistas hubieran vuelto al poder después de 15 años.
Grau, en su primer Gobierno, disolvió, mediante decreto-ley del 19 de septiembre de 1933, a las tres organizaciones políticas que apoyaron a Machado y prohibió su reorganización. El periodista Ramón Vasconcelos logró, con una intensa campaña de prensa, la rehabilitación del Partido Liberal. Pero la dictadura le había traído ñeque al liberalismo. Con esa mala sombra jamás volvió a ser en Cuba lo que había sido.