Ya sea para revivir el amor o separarse, hay que analizar cómo alimentamos esa relación, qué satisfacciones nos deja ese lugar del que quisiéramos salir, y qué necesitamos para el cambio
D.F.: Decidir siempre me cuesta trabajo. Pasa mucho tiempo desde que se me ocurre la idea, hasta que tomo una acción. En muchas ocasiones hago algo diferente a lo que me propuse. Ahora, por estos días de fin e inicio de año, quisiera querer más a mi esposa, reavivar la relación, o tener el coraje para terminar. Pero ni una cosa ni la otra logro hacer.
El cambio no es mágico. Cuando se siente y se respeta la intuición de lo que se quiere, a pesar de los costos, las decisiones se toman sin pasar tanto trabajo. Toca luego crear condiciones para sostener el cambio y disfrutarlo, al punto de no querer retroceder. Eso implica advertir qué nos ata o impide abandonar ese estado supuestamente no deseado, las satisfacciones que ahí encontramos, la imagen o el reconocimiento ajeno, los ideales…
Esas condicionantes de nuestro comportamiento no suelen resultarnos tan evidentes. Cuesta reconocer que no somos exactamente la imagen que tenemos de nosotros mismos. Nos creemos independientes y necesitamos el elogio ajeno; esperamos el servilismo de otros como prueba de amor, nos suponemos compasivos al dejarnos amar sin corresponder, cuando en verdad amamos la seguridad más que a nadie… Lo que queremos eliminar de nuestro procedimiento habitual muchas veces es la mejor solución a algo que parece peor.
Solemos fantasear que si nos comportamos de un modo u otro garantizaremos un futuro o reciprocidad. Se sostienen matrimonios por una vejez en compañía o una familia unida…
Ya sea para revivir el amor o separarse, hay que analizar cómo alimentamos esa relación, qué satisfacciones nos deja ese lugar del que quisiéramos salir, y qué necesitamos para el cambio. Este proceso intermedio no puede faltar entre nuestra idea y la decisión por tomar.