La familia surge siempre como problema capital de nuestras vidas, pues sus secretos y tradiciones marcan el desarrollo emocional del grupo humano
No solo son antiguas fotos. Son nuestra familia. Cuentan con nosotros para no olvidarlos. Miguel (personaje del animado Coco)
Desde el sicoanálisis y la antropología, la biología e incluso las prácticas paranormales, la familia surge siempre como problema capital de nuestras vidas, pues sus secretos y tradiciones marcan el desarrollo emocional del grupo humano.
En su libro ¡Ay, mis ancestros!, la sicóloga francesa Anne Ancelin Schützenberger emplea herramientas de varias ciencias para aportar, desde el estudio transgeneracional, al difícil arte de entender a nuestros parientes, y a nosotros mismos.
Consulta obligada para profesionales de la salud mental, el texto expone casos de clientes que intentaban sobrellevar situaciones traumáticas, y al armar su árbol genealógico (genosociograma) descubrían, por ejemplo, que en el mismo lugar donde le apareció un tumor, un ancestro sufrió un golpe mortal; además de otras muchas correlaciones entre síntomas, edades, fechas y vergüenzas familiares ocultas.
Situaciones así sirven a la autora para hablar de «lealtad familiar», esos vínculos transgeneracionales que repiten en silencio dolorosos traumas familiares. Así como en un bebé podemos ver rasgos de diferentes ancestros, también nuestro inconsciente está condicionado o influenciado por esos ingredientes del inconsciente colectivo familiar, y es necesario conocerlos para sanar heridas y reciclarlas.
Cada persona carga con información genética de al menos tres generaciones: nuestra madre formó todos sus cigotos (óvulos) desde el vientre de su madre, y de uno de ellos nacimos, así que nuestra célula primigenia «estuvo» en la abuela materna y guarda información de lo vivido en ese embarazo.
A esas historias somos leales sin saberlo: portamos expectativas, creencias y sentimientos profundos que influyen en las relaciones intrafamiliares, construidas a lo largo de nuestra infancia y adolescencia, y, sin percatarnos, marcan nuestras elecciones, incluso de parejas y futuras familias.
Estos «compromisos» emergen como patrones reiterativos de pensamiento o conducta que propician experiencias similares a las de nuestros ancestros, condicionadas por el deseo arcaico de «pertenecer» al clan y estar protegidos.
Conectar con esas historia a veces nos potencia y otras nos limita (si la vocación va por un lado y el deber familiar por otro), o si se repiten patrones involuntarios de malas decisiones (embarazos precoces, maternidad por cuenta propia, sexualidad de riesgo, miedo al amor…). O sea, si las mujeres del clan tienen a los hombres como «inútiles» o los varones tienden a ser misóginos o botarates, tú pensarás y actuarás igual, para «pertenecer», hasta tanto lo concientices.
Muchas veces, el solo reconocer estas situaciones dan impulso para romper el patrón y cambiar la epigenética nuestra y de nuestra prole, creando un nuevo patrón más armónico.
De no hacerlo, tarde o temprano ese árbol tóxico «muere», y no llegan más descendientes a la familia. Así explican los estudiosos del tema las infertilidades y partos por cesáreas (en otras épocas se perdía a la madre y el bebé), y también el rechazo de quien no desea hijos para reparar el exceso de la abuela que tuvo muchos, criados por una hermana mayor.
Otro concepto valorado por la autora de ¡Ay, mis ancestros! es el de la cripta: ese lugar del inconsciente al que van a parar los temas vergonzosos de uno de los padres, agrupados en tres grandes temas: origen, muerte y sexualidad.
Al proteger la reputación de una generación, lo sucio se deposita en la siguiente: pérdidas, injusticias, delitos, violaciones, abortos, incestos, traiciones, rupturas, crisis, sexualidad no convencional, parientes escondidos por trastornos mentales, enfermedades mal vistas…
Ese luto inconfesable crece como «fantasma», en sentido metafórico: ese duelo o compulsión latente en la constelación familiar crea un vacío de comunicación, y solo llenarlo le restaría poder en la cotidianidad, para dejar de percibirlo a través de síntomas, enfermedades o conductas inexplicables en el heredero que «encarna» tal legado emocional.
El tercer concepto valioso del texto, fácilmente demostrable en cualquier hogar, en el síndrome del Aniversario: fechas y edades recurrentes en la historia familiar (para resaltar el vínculo inconsciente), como hijos que nacen muy cerca del día de nacimiento o muerte de personas muy queridas (lo cual da sentido a los partos prematuros), y al revés: alguien muere en la celebración de cumpleaños, éxitos, matrimonios…
Así también coinciden muchas fechas y edades de menarquia y primera relación, o destinos casuales de viajes, y se desata la llamada fiestamanía: un sexo de consuelo ante una pérdida que termina en embarazo no planificado y delator del suceso.
De este conocimiento propuesto por Schützenberger se nutrieron líneas bien desarrolladas como la epigenética y las constelaciones familiares, empleadas en las sicoterapias conductuales para ayuda a romper patrones relacionales sistémicos incoherentes con el bienestar y la toma de conciencia individual y como especie.
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