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Alianza hacia los nuevos tiempos

El mundo está en el deber de agradecerle al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el gran favor que le ha hecho al propiciar el aceleramiento de una alianza estratégica entre la República Popular China y Rusia que marca el paso a un nuevo tipo de relaciones sociales de producción globales

Autor:

Luis Manuel Arce Isaac

 

El mundo está en el deber de agradecerle al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el gran favor que le ha hecho al propiciar el aceleramiento de una alianza estratégica entre la República Popular China y Rusia que marca el paso a un nuevo tipo de relaciones sociales de producción globales.

 Puede que él no conozca la trascendencia de lo que provocó tomando en cuenta que su aporte no fue espontáneo.

Para que lo entienda un poco mejor recordémosle que el final de la 2da. Guerra Mundial sorprendió a fuerzas nacionalistas en muchos países en procesos independentistas que el final de la conflagración benefició, como el caso indochino y la gran revolución china dirigida por su líder Mao TseTung, quien obtuvo el triunfo en 1948.

Esta última hazaña abrió nuevas perspectivas a lo que podría denominarse la izquierda internacional, que vio por vez primera un horizonte más claro en el objetivo de deponer a Gobiernos oligárquicos e instaurar regímenes democráticos que marcaran la diferencia.

El sueño grande, y además muy lógico, era que de la victoria china surgiera una gran alianza con la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en razón de la convergencia marxista que las identificaba, y las teorías leninistas sobre la época imperialista que no vivió Karl Marx.

Pero las expectativas no se cumplieron, pues brotaron de improviso contradicciones antagónicas que a la postre derivaron en irreconciliables, en un complicado proceso en el que tuvieron mucho que ver las teorías manualistas sobre el papel del hombre en la historia y sus discutibles interpretaciones.

En una guerra fría entre potencias nucleares como Estados Unidos y la URSS, y creación de bloques militares como el del Atlántico Norte (OTAN), la periferia neocolonizada se sentía atrapada como un sándwich y los movimientos revolucionarios antimperialistas se fueron acercando práctica e ideológicamente a Moscú o a Beijing, forzando una militancia hacia el uno o el otro muy dañina para los objetivos de liberación.

Pero más allá de las contradicciones particulares entre grupos y partidos marxistas, quedó en claro para todos que la contradicción principal de la época era la confrontación entre el capitalismo y el socialismo, y su máxima expresión las relaciones entre Washington y Moscú. Pero, al mismo tiempo, se definió como el factor principal de esa contradicción entre dos regímenes opuestos, la que existía dentro del sistema socialista encabezada por Moscú y Beijing.

Esta última fue muy bien aprovechada por los adversarios de ambos que batallaban por separarlos y alejarlos cada vez más para debilitar el movimiento de liberación y a los partidos marxistas, y con ello al socialismo europeo también muy dividido.

Los partidos amigos trataron de intervenir para lograr una convivencia —a guisa de convergencia—, entre los dos gigantes, que sirviera de freno al expansionismo estadounidense. Hubo grandes negociaciones, pero la unión nunca se creó aunque bajaron las tensiones.

China y la URSS resolvieron sus problemas internos por vías diferentes —y en momentos también distintos—, y ambos gigantes crearon nuevas relaciones sociales con un modo de producción inédito, no solamente en la superestructura sino también en su base social, y desarrollaron sus fuerzas productivas de una manera jamás imaginada y sobre otros parámetros.

Fue en ese contexto que el factor principal de la contradicción (URSS-China) entre los dos modelos de producción de posguerra, se fue eliminando, y lentamente Rusia y la China moderna comenzaron de consuno a crear una nueva relación en espiral que llevaría mucho tiempo, pero sin marcha atrás.

Y he allí que el presidente Donald Trump y sus grandes multimillonarios, saliéndose del ámbito tradicional bipartidista y de los pactos estratégicos del establishment, declaran la guerra económica a China con la idea de impedir de nueva cuenta una alianza entre los dos colosos que daría un vuelco cualitativo a las relaciones socioeconómicas y políticas al mundo, el cual operaría contra la apetencia autocrática y hegemónica de la Casa Blanca.

Los multimillonarios, que no son ni políticos ni estrategas, y que el dinero no les sirve para discernir, sobrestimaron las potencialidades de un tipo bastante vulgar y neófito en los terrenos económico, comercial, financiero y monetario, y en las relaciones políticas, y subestimaron las de China y Rusia.

El sueño de la vieja izquierda de posguerra de ver unidas a China y la URSS, se convierte en realidad con Rusia 75 años después, cuando la contradicción principal de esta época sigue siendo como aquella de entonces de base ideológica, aunque no parezca por la evolución geopolítica de la antigua URSS y la modernidad de China, ni se hable ya tanto de la relación capitalismo-socialismo, y se centre en la generalidad más aceptada de mundo nuevo contra mundo viejo, representado el primero por Beijing y Moscú unidos, y el segundo por Washington y una Europa «otanista» dividida que se deshace a sí misma.

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