Sentimientos de frustración y abandono, junto a reacciones poco saludables y autoestima baja, suelen ser señales del llamado síndrome del nido vacío, cuando los hijos parten de casa
No pasa nada... y si pasa, le decimos adiós. Anónimo
Lo opuesto al conflicto del nido atestado es el llamado síndrome del nido vacío, que afecta a mujeres muy pendientes de sus críos, pero también a algunos hombres.
Este se describe como un conjunto de malestares físicos y emocionales, cuya aparición coincide con el momento en que la familia debe abrirse y dejar ir a quienes ya crecieron.
No lo hacen por egoísmo o frustración. Es un dolor auténtico, profundo, y que puede ser eco del que sintieron al sacrificar sus sueños juveniles para proteger a la prole.
La paradoja es que esas mismas madres se han pasado dos décadas hablando de futuro, machacando sobre el valor de obtener una buena carrera, de elegir amistades nutritivas, tomarse el amor en serio, tener y cuidar de lo suyo…
Pero cuando ese futuro se materializa, cuando sus jóvenes se alejan y ejercen autonomía para casarse, estudiar en otra provincia, ir al servicio militar o probar nuevos horizontes, les parece que el mundo se desmorona a su alrededor.
Incluso se sorprenden cuando ven a otras personas enfrentar esa soledad de manera distinta: a su vista son monstruos desnaturalizados porque apoyan la emancipación juvenil y reparten el tiempo en cursos, viajes u otros proyectos de automejoramiento en el plano laboral, sexual o creativo.
En el libro S.O.S, hijos al rescate, los profesores españoles Alejandra Ruiz y Juan González alertan que este síndrome es más común en mujeres que se refugiaron en su maternidad para no cuidar de sí mismas, y hoy no logran establecer una relación saludable, de igual a igual, con esos pollitos que escapan de entre sus alas.
La percepción del nido vacío suele seguir uno de tres caminos. El primero es resignarse a la propia «inutilidad» actual y esperar a ser abuelas para reclamar ese «empleo»… Una espera que puede ser larga o generar frustraciones porque en esa decisión intervendrán otras personas.
El segundo es caer en una depresión profunda, descuidar la salud y apariencia propias, hacer una maestría en presión emocional y lograr que las visitas y llamadas se hagan cada vez más esporádicas y el vínculo derive en abandono real (profecía autocumplida), porque conversar con «la vieja» es casi un suicidio afectivo.
El tercero es enjugar las lágrimas, curar el resentimiento y replantearse nuevas rutinas. Es momento de desempolvar las ilusiones juveniles aún viables y establecer, con ayuda de la pareja, amistades o familiares si es necesario, otras fuentes de autorrealización y compromiso social.
Ningún conflicto es de un solo lado. Si papá o mamá intentan prolongar su vida a través de las penas y glorias ajenas, les toca a jóvenes y adolescentes revisar cuál es el precio en materia de comodidad y demostrar, con paciencia y cariño, por qué es hora de dejarles partir.
Ruiz y González opinan que las relaciones familiares dependientes no deben interpretarse en clave de culpa, sino de responsabilidad: no importa cómo llegaron a ese estado, sino qué van a hacer para salir de él.
No se trata de cortar los lazos de un golpe, como si el sacrificio tuviera fecha de caducidad. Todo lo contrario: la gratitud y el buen humor te ayudarán a pedir un voto de confianza para hacer valer la educación recibida.
Si tienes planes de independizarte, lo mejor es que empieces a hacerlo bajo el techo común. Ocúpate de tus cosas personalmente y estimula a tus padres a direccionar sus esfuerzos en otras metas de bienestar común. Es tu turno de hacerles sentir orgullo por tu crecimiento, de honrar con madurez esa entrega y estimularles a «cobrar intereses» por su consagración, pero no a ti, sino a los planes que pospusieron, voluntaria o involuntariamente.
Educar es, de cierto modo, anticiparse a las situaciones complejas que enfrentarán los hijos en la adultez y darles herramientas para que las resuelvan por su cuenta. ¿Qué sentido tiene sufrir cuando se atrevan a hacerlo?
Quienes empiezan ahora esta aventura de la maternidad o la paternidad, deben saber que es un trabajo de por vida, pero eso no significa estar al mando para siempre.
Si puedes mantener en paralelo algunos de tus proyectos individuales, no dudes en hacerlo. Si materializarlos ahora es muy complicado, no dejes de hablar de ellos con tu pareja, con otros padres… ¡y sobre todo con tu bebé!
Que tu voluntad de revivir esos sueños después no tome a nadie por sorpresa. Mantén el vínculo con quienes siguieron ese camino, de vez en cuando invierte recursos para asegurar tu futuro y propicia el debate sobre cómo usar el espacio físico y el tiempo que van a quedar libres en tu vida.
Si todo el mundo sabe en qué pretendes enfocarte cuando seas mayor, nadie va a sentir pena por seguir adelante. Será más fácil apoyarse en las «locuras» respectivas y compartir la alegría del crecimiento permanente.
Ese optimismo será un faro durante las borrascas familiares y en la adultez incipiente. La mejor respuesta a las dudas que no se atrevan a formularte. La mejor prueba de que crecer es un reto inagotable, y que una familia es poderosa cuando sus integrantes eligen mantener el vínculo porque es placentero, no porque les toca hacerlo.