Lo sucedido en la costa japonesa, especialmente en la central termonuclear de Fukushima-Daiichi, hace a muchos preguntarse sobre la pertinencia del uso de la energía atómica para generar electricidad
El terremoto del viernes pasado que enlutó a Japón provocó la paralización automática de 11 de las 55 centrales nucleares que hay en el archipiélago nipón, causando conmoción a nivel mundial y reavivando la polémica sobre la viabilidad o no de la energía atómica.
Japón es uno de los principales productores mundiales de energía atómica, antecedido por Estados Unidos, el mayor, que tiene 104 plantas, y Francia con 58. En todo el planeta existen más de 400 plantas de reacción nuclear, que producen el 17 por ciento de la energía eléctrica global.
De hecho, en diversas partes del mundo, como por ejemplo Alemania, China, Francia y en Estados Unidos, entre otros, hoy se reanalizan los proyectos de construcción o mantenimiento de electronucleares, que se veían como alternativas ante los altos y constantemente fluctuantes precios del petróleo.
A pesar de que todavía se desconocen exactamente las magnitudes de la catástrofe, lo cierto es que lo sucedido en la costa japonesa, especialmente en la central termonuclear de Fukushima-Daiichi, ha generado una ola de pánico a nivel mundial sobre el uso de la energía atómica.
¿Qué pasó y pasa realmente en este lugar? ¿Por qué hay tantas preocupaciones sobre fugas de radioactividad? ¿Qué consecuencias a corto y largo plazo pudiera tener esta situación? Muchas de estas preguntas inquietan a quienes siguen atentamente la situación en Japón, donde hoy se decide, además de la vida de un pueblo, el futuro de una alternativa para resolver las graves carencias de energía que sufre la Humanidad.
La producción de energía atómica, ya prevista teóricamente desde los albores del siglo XX, comenzó a concretarse a mediados de esa centuria, especialmente con fines militares, cuando precisamente Japón sirvió de escenario para que Estados Unidos, de forma injustificada y criminal, hiciera uso por vez primera de bombas atómicas.
La liberación de altas dosis de energía, en el orden de los 1 200 a 3 000 grados Celsius, que se produce con la fisión de los átomos de ciertos elementos químicos, como el uranio, el plutonio y el estroncio —entre otros—, no solo puede dar lugar a armas atómicas, sino que usada de forma controlada tiene múltiples aplicaciones útiles en la vida cotidiana.
En el caso de las centrales termonucleares, aunque para muchos parezca complicado el mecanismo, aprovechan las altas temperaturas que genera la energía atómica para calentar agua y generar vapor, el cual a su vez mueve dinamos gigantes que, al girar, generan energía eléctrica, la cual es dosificada y posteriormente conducida a los sistemas de suministro.
Un reactor típico utiliza uranio enriquecido en la forma de «balines» del tamaño de una moneda y de unos tres centímetros de largo. Estos balines son transformados en largas varillas, las cuales son introducidas en una cámara presurizada.
En muchas plantas de electricidad nucleares estas varillas son sumergidas en agua para regular su temperatura. Otros tipos de instalaciones utilizan dióxido de carbono o metal líquido para enfriar el núcleo del reactor.
Para que funcione, el núcleo de uranio del reactor debe alcanzar un estado supercrítico, es decir, que el uranio debe estar lo suficientemente enriquecido para permitir una reacción en cadena autosustentable. Para regular este proceso y permitir el funcionamiento de una planta nuclear, son introducidas varillas de control en la cámara del reactor. Estas son construidas normalmente de cadmio, que absorbe los neutrones.
Dicho así, aparentemente no hay mayores dificultades con esta energía, salvo que en los procesos de generación de esta se alcanzan elevadas temperaturas, por lo cual debe ser controlada de forma adecuada para evitar que el exceso de calor haga explotar toda la estructura de la planta.
En el caso del siniestro en Japón los sistemas de refrigeración utilizados son a base de agua de mar, por lo cual si fallan provocan no solo que las barras de combustible atómico se sobrecalienten demasiado, amenazando con fusionarse entre sí y estallar; sino que, además, implican que esta agua, ya contaminada con radioactividad, pueda salir al medio ambiente, o que el vapor tóxico alcance niveles de calor demasiado altos, estalle y escape.
Para que se entienda de forma más clara qué sucedió en Fukushima habría que primero visualizar esa central termoelectronuclear, ubicada a orillas del mar y que utiliza esta agua en todo su sistema.
Después del fuerte terremoto, que incluso movió el eje de la Tierra y según los expertos desplazó a la misma isla mayor del archipiélago japonés, no solo se vio interrumpida toda la red eléctrica del país, sino que Fukushima colapsó, al detenerse los generadores de la planta. Estos, que poco después sufrieron los embates del tsunami que provocó el temblor, no fueron los únicos que se paralizaron, pues otras diez plantas nucleares también sufrieron en mayor o menor medida algún impacto.
En Fukushima el mayor problema fue que el «apagón» y las olas dañaron los sistemas de enfriamiento de la planta, con lo cual comenzó a subir de forma incontrolada el calor del material nuclear, y al mediodía del sábado ya se registraba una fuerte explosión en uno de los reactores, a la cual le han sucedido otras en diversos generadores.
Los estallidos parecen haber dañado no solo la estructura de contención de los reactores, sino incluso las piscinas de agua que rodean el material combustible.
Aunque como decíamos al principio las informaciones sobre lo que realmente sucede en las plantas atómicas japonesas dañadas, y especialmente en Fukushima, todavía no son concluyentes, las autoridades oficiales ya reconocieron que existen fugas de radioactividad que pudieran ser potencialmente dañinas para la salud humana.
Estas radiaciones ionizantes, llamadas así porque poseen la energía suficiente para ionizar la materia, al extraer electrones de sus estados ligados al átomo, por su gran energía y su mínima longitud de onda, precisan de capas muy gruesas de plomo u hormigón para detenerlas y que no interactúen con el cuerpo humano.
Esas capas, que todavía no está totalmente claro si han resultado dañadas o no con las sucesivas explosiones que afectaron a la planta nuclear japonesa, al resquebrajarse provocan que el material radiactivo se mezcle con el aire y las corrientes lo dispersen incluso a miles de kilómetros.
Cuando esto sucede y una persona es expuesta a una alta cantidad de radiación, puede tener lugar un deterioro severo en su sistema vascular, que desemboca en edema cerebral, trastornos neurológicos y coma profundo.
Este caso, el más crítico, ocasiona la muerte del afectado en unas 48 horas, aunque lo más preocupante, como ocurre ahora en la nación del sol naciente, es que incluso niveles medios o bajos de radiación ocasionan problemas a la salud derivados de la pérdida de fluidos y electrolitos; e incluso si esta radiación resulta mínima, también se pueden afectar la médula ósea, riñones, pulmones y vasos sanguíneos, aun cuando las consecuencias no sean inmediatas.
La radiación, además, no tiene por qué «tocar» a la persona directamente, pues basta que entre en contacto con el aire, agua, objetos, alimentos o animales que resulten contaminados por este enemigo invisible para que también sufra sus efectos nocivos. Algunos estudios indican, como sufrió y sufre todavía Japón casi 70 años después de las bombas atómicas, que a largo plazo en las zonas afectadas aumentan exponencialmente los casos de cáncer y leucemia, así como nacen en generaciones posteriores más niños con síndrome de Down y retardo mental.
Hoy la situación continúa siendo crítica en Fukushima, pues los expertos indican que el proceso de fusión nuclear que se inició en las barras de combustible, al no controlarse su calor, podría aumentar de forma más incontrolada la temperatura, e incluso hacer estallar los reactores. Tampoco se ha podido disminuir completamente la temperatura de algunos, mientras que el nivel de agua en otros, que contiene el material radioactivo, ha disminuido. A ello se suma la posible fuga al aire de elementos nocivos por daños en las estructuras, e incluso que el agua que se ha utilizado para intentar bajar el calor pueda escaparse.
Las respuestas de por qué se llegó a esta situación, todavía sin ser concluyentes, servirán de lecciones para el diseño y la operación más segura de las electronucleares.