Hace muy poco, ministros de todo el mundo se reunieron en Nairobi para hablar de un nuevo país: una enorme isla de plástico en el Océano Pacífico
GITANJALI Rao vive en un pueblo estadounidense donde es común que el agua esté contaminada. Ver a sus padres haciendo pruebas con pequeñas tiras debajo del chorro del grifo es cosa de todos los días. Y ver sus rostros frustrados por no tener la seguridad de que sus hijos beben el líquido sin exponerse a intoxicaciones o a la génesis de algún tipo de cáncer fue el detonante de todo el ingenio creativo de la pequeña, aficionada a las ciencias desde sus tempranos 12 años.
Este inicio de diciembre fue nombrada Mejor científica joven estadounidense del año que se despide, por crear un dispositivo que prueba los niveles de plomo en el agua mediante nanotubos de carbono y envía la señal del resultado al teléfono celular de manera muy precisa y confiable.
La joven promesa explicó que aspiraba a poder ayudar no solo a su familia, sino también a toda la ciudad de Flint, en Michigan, donde la historia de aguas contaminadas suele angustiar a los ciudadanos.
Sin duda esta sería una historia con buen final, de no ser porque el asunto de las aguas contaminadas no se limita a un pequeño poblado amenazado por los altos niveles de plomo en sus acueductos.
Este mismo fin de año deja atrás otra historia sobre agua contaminada, pero no gozó de la misma cobertura mediática que la atractiva figura de Rao causó en la audiencia. Y esta sí que tiene un final por escribir. En septiembre varios medios anunciaban el descubrimiento de una nueva isla de plástico flotando en el Océano Pacífico, cerca de las costas de Chile y Perú. Y a inicios de diciembre, la asamblea del Pnuma (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) reunió en Nairobi a más de un centenar de ministros de Medio Ambiente de todo el planeta para tratar el tema de la nueva y peligrosa plaga que nos azota: el plástico.
Los ambientalistas que descubrieron este «continente», que disparó todas las alertas, fueron los miembros de una organización sin fines de lucro, Algalita Marine Research Foundation, con sede en Long Beach (California, EE. UU.), la cual llevó a cabo la expedición que duró seis meses por el Océano Pacífico sur.
Y sí. Leyó bien. Nueva isla dijimos, porque ya hay antecedentes verdaderamente grises para la existencia de basura acumulada en nuestros océanos, especialmente en este vasto Pacífico, aunque estas dimensiones son muy alarmantes.
Para hacernos una idea clara, su extensión alcanza las magnitudes de Francia, o México, y supera el tamaño de Colombia. Nada menos que una superficie de más de dos millones de kilómetros cuadrados observable desde el espacio. Los peligros que representa para la salud de océanos, especies y vida en general no son pocos.
Por un lado, el plástico se diluye y alcanza niveles microscópicos, lo cual provoca que la sustancia se integre a la cadena alimenticia llegando al aparato digestivo de los animales marinos, y provocando la reducción de ecosistemas y en muchos casos, la mutación maligna de las especies.
De hecho este problema ha llegado a convertirse en una verdadera amenaza para la biodiversidad marina, y los zoólogos ya dedican desde hace varios años congresos internacionales sobre el asunto y crean santuarios especiales para animales afectados por estos restos, especialmente tortugas y aves.
Solo por tener un dato aislado, la ONU estima que al menos ocho millones de toneladas de plástico entran a los océanos cada año, causando anualmente la muerte de más de un millón de aves y de cerca de 100 000 tortugas y mamíferos.
Estudios sobre el tema revelan, por ejemplo, que hasta un promedio de 39 artículos de plástico son hallados en el cuerpo de petreles —aves marinas— examinados tras su muerte.
Por si fuera poco, para aquellos que creen que «esto nos pica de lejos», la presencia de plástico y microplástico en aguas marinas sobrepasa el tema de la conservación de especies animales, y tiene un rol más que activo en el asunto del cambio climático, pues puede calentar la superficie oceánica.
La fundación Algalita advirtió que el plástico puede acumular calor y aumentar la temperatura del agua hasta incluso superar la del aire. De manera que no solo el efecto invernadero se favorece de estos factores, sino además la formación de huracanes como los que este mismo año azotaron regiones latinoamericanas. ¿A que no pensábamos en eso cada vez que arrojamos un nailito de caramelo a la orilla del mar?
Todo esto ha generado la consiguiente búsqueda de financiamiento y campañas de concientización sobre el vertimiento de plástico que cada vez son más obstaculizadas por los dueños de grandes empresas en naciones capitalistas.
El gran drama para los ambientalistas del mundo ante este dilema del plástico está precisamente en el viejo conflicto del capitalismo actual y el poder de los grandes empresarios detrás de las enormes factorías transnacionales. O sea, el dueño de una gran empresa que exporta sus productos con un bonito envoltorio que le genera enormes cifras de ganancias, definitivamente no va a tener oídos abiertos a los discursos de zoólogos y conservacionistas, climatólogos u oceanógrafos para limitar sus vertimientos y producciones.
Una de las propuestas de la reciente cumbre es crear un grupo de trabajo en el que participen representantes de la industria, una idea por concretarse.
Pero más cerca aún de nuestra propia responsabilidad, ¿qué por ciento de la población mundial, acomodada al confort de una vida posmoderna «plástica» realmente piensa —antes de comprar y deshacerse de una bolsa de plástico— en el lugar de destino de ese simple artículo?
Solo por una prueba sencilla, haga el ejercicio de mirar a a su alrededor y contar así de rápido cuántos objetos o artículos de plástico desechables tiene usted mismo muy cerca. Se trata de la llamada generalización del plástico (presente hasta en el champú que compramos cada mes, por cierto). ¿Existen otros sustitutos posibles? ¿Estamos dispuestos a utilizarlos? ¿Evadimos el asunto con la excusa de vivir en un país que no es consumista?
Para aumentar el tono trágico las autoridades no suelen intervenir con demasiado énfasis en países que son grandes exportadores, donde los renglones principales de crecimiento económico se centran en la producción industrial. No es casual que precisamente las organizaciones no gubernamentales, como Algalita, sean las descubridoras de los grandes problemas en este tema.
El encuentro de Nairobi, según informaba BBC, dejó en evidencia uno de los mayores obstáculos: las empresas productoras se han opuesto a cualquier tipo de restricción durante décadas y aún halan los hilos de las comunicaciones pagando a periodistas para que escriban notas sobre cómo cualquier prohibición llevará a la pérdida de empleos.
Con tanto en juego, y casi maniatados, los ambientalistas han optado por la concientización, como la iniciativa que hace unos meses permitía convertirse en ciudadanos de la isla de plástico del Pacífico, pasaporte y visa incluidos. Todo esto con el fin de combatir desde el humor la amarga realidad.
El primer ciudadano sería el ambientalista Al Gore, quien apoyó el intento de hacer pensar a la humanidad sobre la inminente plaga en nuestros mares.
Y usted, que vive en un país costero y ya sabe la realidad, ¿creerá en el poder anónimo de sus acciones diarias, o se escudará en la enormidad del asunto y terminará por arrojar ese nailito de golosinas a la orilla de cualquier playa? Tal vez mañana pueda ser ciudadano de un continente de nailon y plástico diluido, donde sobrevuelen agónicas gaviotas atoradas. Bello paisaje.