En nuestro país, los esfuerzos por promover el trabajo digno se sustentan sobre el proyecto revolucionario, humanista, de equidad y justicia social. Autor: Adán Publicado: 11/05/2025 | 01:08 am
En laboratorios, aulas, campos, vehículos, talleres, hospitales, escenarios, almacenes, obras constructivas e infinidad de espacios laborales más o menos discretos, se gesta a diario una grandeza casi anónima, aderezada por la utilidad capaz de cambiar para mejor las vidas de otros, y saciar con sacrificio los anhelos de la autorrealización.
Pero ningún relato de esa heroicidad cotidiana quedará completo, si no se sumerge entre los nudos de una sociedad heterogénea, llena de contradicciones y retos a los cuales hay que mirar de frente con ansia transformadora.
El trabajo, como actividad humana, constituye medio y garantía de vida. Ejerce gran peso sobre la inclusión social, la construcción de identidades individuales y colectivas, la conformación de relaciones sociales y la ruptura o (re)producción de desigualdades.
En nuestro país, los esfuerzos por promover el trabajo digno se sustentan sobre el proyecto revolucionario, humanista, de equidad y justicia social que hemos construido durante los últimos 66 años.
La Constitución de la República refrenda el trabajo como derecho y deber social, y establece que «el trabajo remunerado debe ser la fuente principal de ingresos que sustenta condiciones de vida dignas, permite elevar el bienestar material y espiritual y la realización de los proyectos individuales, colectivos y sociales».
Para materializar los postulados de la carta magna, existe un entramado legislativo conformado por el Código de Trabajo y la Ley de Seguridad Social —ambos en proceso de actualización—, un decreto ley sobre la protección a la maternidad de la trabajadora y la responsabilidad de las familias, un protocolo de actuación ante situaciones de discriminación, violencia y acoso en el ámbito laboral, entre otras normas jurídicas que, de manera directa o indirecta, amparan a quienes trabajan.
Como parte de la actualización del modelo económico y social cubano, impulsada desde 2011, muchas medidas han incidido sobre la esfera laboral, y el Trabajo digno está contenido en el macroprograma Desarrollo humano, equidad y justicia social, dentro del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta el 2030.
Dicho macroprograma contempla entre sus objetivos el fortalecimiento del poder adquisitivo de los ingresos provenientes del trabajo, la satisfacción de necesidades básicas y el crecimiento sostenido del consumo de la población, el aseguramiento de las fuentes de empleo requeridas por las metas de desarrollo, con énfasis en los de mayor calidad, calificación y remuneración; la consolidación del trabajo como una necesidad y motivo de realización personal para cada ciudadano, y que el salario y otros ingresos sean fuente principal de reproducción y estímulo de los trabajadores; la garantía de un sistema universal, efectivo y sostenible de seguridad y asistencia social para afrontar la vejez, discapacidad, enfermedad y otros desafíos, y la igualdad de oportunidades para las personas con discapacidad y aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad.
No obstante la voluntad estatal y gubernamental, en la realidad persisten brechas que urge cerrar. Lo han advertido los investigadores, en la búsqueda del vínculo entre ciencia y políticas públicas, y lo perciben quienes se desempeñan en toda clase de oficios y profesiones.
El salario y otros ingresos provenientes del trabajo devienen brújula de proyectos personales y familiares. En un contexto marcado por la heterogeneidad de formas de propiedad y de gestión, la aguja se ha movido indecisa entre el sector regulado por la planificación, con insuficiente solvencia económica, sobre todo en las entidades presupuestadas, y los espacios donde rige el mercado, con una remuneración más atractiva, pero carentes, en muchos casos, de las garantías asociadas a la seguridad social y otros mecanismos de protección, lo cual genera vulnerabilidad y riesgo de explotación laboral, aunque recientemente se han fortalecido las regulaciones para estos actores.
La inflación sostenida pone una zancadilla a cada intento por acercar los sueldos al costo de la vida. La escasez de ofertas y los precios derivados de la especulación en el mercado informal de divisas incitan a tomar decisiones, desde el pluriempleo —en el mejor de los casos—, hasta la
migración de la fuerza de trabajo calificada hacia otros sectores, provincias o países.
Las estadísticas alertan sobre la progresiva disminución de la tasa de actividad económica durante los últimos años, como evidencia de que numerosas personas en edad laboral y aptas para el empleo optan por el trabajo informal o por fuentes de ingresos que juegan a los escondidos con la legalidad y, por tanto, no pueden ejercer sus derechos laborales.
No las veremos en busca de ofertas formales de empleo o cursos de superación mientras no se materialicen cambios objetivos y subjetivos que aseguren una remuneración lo suficientemente estimulante. ¡Cuántas capacidades se están escapando en esa mezcla de «lucha», «invento», «lo que aparezca» y «yo no trabajo para nadie»!
Por otro lado, no pocas personas permanecen invisibles detrás de labores domésticas y de cuidados, en su mayoría mujeres, casi siempre en el ámbito familiar, sin reconocimiento del valor socioeconómico que aportan ni maneras de insertarse en empleos remunerados, a la altura de sus capacidades y necesidades. Si consiguen seguir una ruta profesional, llevan sobre los hombros el peso de varias jornadas.
Otro efecto no deseado de transformaciones tan necesarias como riesgosas se aprecia en la generación o ampliación de desigualdades de índole socioeconómica, territorial, de género, étnico-racial, y relacionadas con las etapas del ciclo de vida de las personas o sus capacidades físicas y mentales; distinciones lesivas de la dignidad humana que a menudo pasan desapercibidas para empleadores, gobiernos locales y hasta las propias personas cuyo acceso y permanencia en empleos formales se ven minados.
Por supuesto, abundan experiencias exitosas, dignas de socializar y multiplicar: empresarios con estrategias para retener el capital humano y motivar a los jóvenes en la búsqueda de la autorrealización, actores no estatales que garantizan los derechos de su fuerza laboral, elevan su preparación y la destinan a actividades que generan alto valor; gobiernos locales e instituciones que establecen alianzas científicas y comunitarias para estudiar y transformar el asunto «desde abajo», y miles de trabajadores que buscan cada día la compatibilidad entre las aspiraciones individuales y un proyecto social mucho mayor.
Justo cuando las libertades ciudadanas experimentan un retroceso histórico en varios países, y la crisis sistémica tensa los escenarios sociolaborales nacionales e internacionales, cobra mayor importancia la preservación de cuanto hemos conseguido, la proactividad para conquistar lo que nos falta y la permanente mirada crítica sobre lo que no podemos perder.