Al principio era difícil de creer. «Mira eso, tú», dijeron, y al fijarse bien descubrieron lo inaudito. Allí estaba: manchado con los colores cenizas del fuego, troceado en sus bordes por las llamas; pero, aún así, imperturbable en toda la magnitud de su significado se veía al busto de José Martí.
Lo observé varias veces con disimulo. Era un niño de cuatro años a lo sumo, con unos ojos expresivos y alegres, que traía una «corona» en el pelo.
Conversando con una maestra, de esas que han dedicado más de la mitad de su vida a enseñar, me dijo apesadumbrada que muchas veces su esfuerzo en el aula caía en un saco roto cuando el alumno llegaba al hogar. Los buenos modales, hablar bajito, saludar correctamente, el respeto entre compañeros, cuidar el medio ambiente… esas son cosas que tienen también su valor más allá de la buena clase de Matemática o Español. Me preocupo por ello, decía, pero si la casa no es continuidad, estoy echando agua en un cesto.
Durante muchos años, cuando los chirriantes tranvías ascendían trabajosamente por la cuesta de la calle San Lázaro, soñé con el día en que me llegara la oportunidad de subir por la Escalinata como una estudiante más. Allí, pensaba, se me abrirían oportunidades para adquirir nuevos conocimientos, para completar mi aprendizaje de la vida, aunque en aquellos tiempos difíciles la terminación de una carrera ofrecía pocas oportunidades laborales. Tenía clara percepción de que esos años en la Colina serían un paréntesis, un regalo de la vida, antes de enfrentar las duras realidades de un mercado laboral anémico. Tenía que transitar por ellos con la mayor intensidad posible.
Como una granizada se abalanzan sobre mí. Las preguntas doblegan mis amarras, hacen saltar las jarcias. ¿Cuánto he podido aportar a la gente de mi país, cuántas veces me he conformado, cuántas olas he surfeado, cuánto me queda por navegar? No tienen respuestas fáciles. De los facilismos, estoy harto.
Cada vez que ocurre un accidente del tránsito se desencadena el lógico pesar por la tragedia, salpicada invariablemente por el cuestionamiento del maltrecho estado de las carreteras.
El hecho de andar «motorizado» muchas veces impide apreciar los detalles del entorno. Entonces caminar por las calles de la urbe te brinda el raro privilegio de enterarte de novedades que a todas luces no sabemos, como los puentes heridos de la Atenas de Cuba.
Le ha cambiado el rostro al mundo. Vive una nueva época por cuenta de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y el consiguiente crecimiento de espacios virtuales —esa dimensión nueva donde muchos hemos rencontrado o hecho amigos, donde compartimos algunas ideas gracias a redes sociales como Facebook—.
La globalización neoliberal tiene apellido. Se difunde a través de un cuerpo doctrinario elaborado íntegra y coherentemente por los tanques pensantes del capitalismo. Para sostener la preponderancia del mercado por encima de los principios reguladores del Estado, asocian a la modernidad un conjunto de concepciones que invaden todos los territorios de la sociedad. Incluyen las reformas educacionales, propagan verdades absolutas a través de la academia, anulan y fragmentan el conocimiento de la historia y socavan el papel de la política, conformado de modo parcial por el rápido tránsito de la democracia burguesa.
La buena nueva en estas postrimerías estivales, vísperas del curso escolar 2019-2020, es que más de 8 000 maestros retornarán a las aulas, luego del aumento salarial dispuesto por el Gobierno para el sector presupuestado, incluido el sistema educacional.