Las crisis no solo imponen medidas de emergencia para encararlas, sino además sus temas. Por ello es tan relevante no perder de vista, con lo urgente, el resto de lo importante, muy especialmente en la Cuba sometida a presiones que intentan condenarla a una condición permanente de terapia intensiva.
Entre nosotros, como si soltara el vestuario de épocas remotas, la palabra «decencia» se ha ido abriendo paso para ser objeto de reflexiones presentes. Se le ha mencionado en foros trascendentales del país; está en boca de madres, padres y maestros; levanta una hojarasca de inquietudes entre muchos, a partir de la certeza de que al cabo de tres décadas de resistencia heroica Cuba necesita rearmar las reservas donde habita lo mejor de la conducta humana.
Desde su aparición, Cien años de soledad obtuvo un éxito sensacional y alcanzó una notable diversidad de públicos. Nacido de las vivencias de la primera infancia de Gabriel García Márquez, Macondo devino un no lugar mítico, en la representación metafórica del subdesarrollo, de un vivir en el estancamiento progresivo, en la desmemoria y en el desamparo por falta de conciencia de un destino propio, de un sentido de la vida. Progresivamente, los Buendía se iban hundiendo en el pantano. El subdesarrollo es la resultante concreta del colonialismo y del neocolonialismo.
«Bienvenido a Tulipán, Silvio», voceó un hombre a la derecha del escenario. Otro, metido en el centro mismo del tumulto cantor, con camiseta blanca desgastada que dejaba entrever un gran tatuaje en el centro del pecho, decía a todo el que le quisiera escuchar: «Esto es lo que le hacía falta a la gente del Cerro».
Antes de los carteles, antes de las nuevas medidas adoptadas por Donald Trump para intentar estrangularnos, antes de volverse popular hablar de coyuntura energética, ya mi tío una noche, mientras llegábamos a La Habana, me advertía de la importancia de pensar como país, que aquella era una de las ideas más lúcidas y también hermosas de nuestro Presidente, Miguel Díaz-Canel Bermúdez. Y yo, que escucho a mis mayores, me quedé con la imagen de un individuo que antepone la necesidad colectiva a sus pequeños dramas, de un individuo otro, menos egoísta y más apasionado.
Embutidos que habían caducado hace más de un mes, barras de dulce de guayaba mordidas por roedores y puestas a disposición del público, productos a la venta sin precios visibles ni invisibles, latas de sardinas escondidas o reservadas en almacén por razones que no dio tiempo a inventar, así como violaciones de las más elementales normas de higiene e inocuidad de los alimentos…
Apenas eran las cuatro de la mañana y me despertó el ruido de una movilización en la calle. Se escuchaba a alguien que llamaba a las puertas y decía:
No era una Merckx ni una Trek. Tampoco era cuestión de ir a la Vuelta, al Giro. Era una bicicleta china con freno de varillas, una 28, una bicicleta «de hombre». Era tan simpático aquello de las bicicletas con sexo.