La Revolución es una pared, me dijo Martha Jiménez una tarde de abril de 2006. No sé si era un concepto meditado con antelación o si la imagen le surgió de pronto, al calor de aquella charla semiformal sobre el papel de las mujeres en el Directorio 13 de Marzo, tan flacamente reconocido aún en la historia cubana.
Buscando en México cuánto quedó atrapado de Julio Antonio Mella en los velos del tiempo, pude vivir en 2006 un diálogo de privilegio. De entonces, anoté:
Si la Revolución Cubana es triunfadora se debe, entre otras muchas distinciones, a que los grandes patriotas del país, desde Félix Varela hasta Fidel Castro, comprendieron, tomaron conciencia, de que para hacerla había que comunicarla.
Una cuadra antes de que llegaran a la puerta del restaurante, quienes aguardábamos para entrar escuchamos su cantaleta. Eran dos hombres y una mujer, y a juzgar por su euforia habían empinado generosamente el codo, el brazo y hasta el alma. Su vestimenta nos hizo suponer que volvían de algún río o de alguna piscina. Detuvieron la marcha ante el grupo.
Mis amigas no entienden qué es eso de ser una madre emancipada. «¡Si tu hijo tiene apenas 21 años!», reprochan las incrédulas. «Si aún estudia en la universidad, y, y… ¡y es varón!», reclaman las más atrevidas.
El planeta que habitamos está hecho de altos picachos y de profundas cavernas soterradas que se extienden como laberintos, de ríos anchurosos y de zonas desérticas, de selvas y sabanas. Sobre esa superficie disímil, el transcurso de los milenios ha conformado una humanidad diversa y moviente, germen de variadas culturas, muchas veces contaminadas por los contactos, las migraciones y los intercambios. Ese universo, nacido de la geografía, modelado por la historia, generador de costumbres y valores, conforma lo que acostumbramos llamar realidad. Su complejidad se acrecienta cuando nos detenemos en el contradictorio ámbito de la subjetividad, en la que intervienen la razón y la sinrazón, los sueños y las emociones.
El fraude, del latín fraudis, en lo individual no es solo un daño hacia la persona, sino también una mentira a la nación. Estas conclusiones «obvio resulta» —como en ocasiones se lee en los documentos de litigio ante los tribunales—, pero no resultan tan obvias cuando tocamos el día a día, y notamos, como otra carta de sus barajas, las ramificaciones silenciosas y traicioneras que puede tener lo fraudulento.
Cada nuevo año invita a realizar balances de logros y frustraciones, alentar renovadas esperanzas y, en Nuestra América, conmemorar una gesta histórica: el triunfo de la Revolución Cubana. Como lo he dicho en reiteradas oportunidades, la recordación y el homenaje a esa gran victoria popular y la interminable derrota del imperialismo norteamericano, que acumula 61 años mordiendo furioso el polvo de la derrota —cosa que jamás le ocurrió en ningún otro rincón del planeta— prevalecen por encima de cualquier otro tipo de consideración.
Revolución es un estado que siempre lleva en sí la alegría del salto, de lo propositivo, de los mejores arrestos y esperanzas. Entre nosotros, el 1ro. de enero de 1959 marcó un momento de total luminosidad y comienzo, de un triunfo que significó, como dijo a mi mejor amigo su padre, la posibilidad, para millones de cubanos, de ascender a la dignidad.
No se trata de tomar una flor, una tierna rosa blanca, y comenzar a arrancarle los pétalos. Y, como algún ingenuo enamorado, iniciar la secuencia: ¿me quiere?... ¿no me quiere?..., para terminar con una hoja de la suerte, especie de candorosa ruleta rusa.