Cuando el imperio español desterró a José Martí por segunda ocasión hacia Europa en 1879, el joven independentista salió clandestinamente de puertos franceses para refugiarse en las calles neoyorquinas. Con 26 años ya era un líder revolucionario e ideólogo sagaz, entregado a la noble causa de su Patria.
Nadie sintió el peso de los imperios como él, que estuvo la mayor parte de su vida fuera de la Isla que añoraba ciegamente. A su vez, quizá pocos patriotas aprovecharon de manera tan fecunda ese período para reimpulsar un sentimiento de lucha que se había desmembrado.
El Apóstol escribió en el extranjero la amplitud de su obra, aglutinó a los cubanos emigrados en torno a la independencia y, sobre todo, observó de cerca la metamorfosis del naciente imperio estadounidense.
En la vorágine de la moderna y creciente Nueva York, pero al mismo tiempo distante y frívola, Martí entendió lo mismo entre las calles lujuriosas de Manhattan o en los suburbios de Brooklyn, durante 15 años, las posturas draconianas que se formaban en la cúspide gobernante de Estados Unidos.
El antimperialismo no existía entonces como término, pero despertaba en otras variantes con mayor fuerza en la consciencia del joven. Su pensamiento y corazón estaban puestos en la Cuba incompleta, sumida y atada a España, pero la mirada del joven iba más allá de los casi 400 años de dominio ibérico sobre nuestra tierra.
La desconfianza del Apóstol le latía cercana desde el destierro. Y no era para menos. Él estaba en el monstruo y, desde dentro, interiorizaba las perversas entrañas, sus aspiraciones y la formación expedita del carácter imperialista de quien apostaba por la maduración de la fruta para acecharla, tras años de desgaste en la lucha, cual ave de rapiña.
Tanto lo comprendió el Héroe Nacional que, el 19 de octubre de 1889, en una carta dirigida al amigo Gonzalo de Quesada, le refería: «Sobre nuestra tierra hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos, y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: ni maldad más fría…».
Sin tapujos, desde Nueva York, Martí desenmascara las verdaderas intenciones imperiales de los vecinos norteños. «Y una vez en Cuba los Estados Unidos ¿quién los saca de ella?», cuestionaba en la propia misiva a Gonzalo.
El sacrificio oportuno es preferible a la aniquilación definitiva, diría el Héroe Nacional, quien el 19 de mayo de 1895 se lanzó al combate y dio la vida a cambio para impedir a tiempo que Estados Unidos se extendiera por las Antillas.
Fue el Apóstol quien primero nos habló y actuó con la coherencia de los luchadores comprometidos. De Martí aprendimos a no aceptar jamás la sumisión como respuesta popular. Lo comprendió Fidel en el siglo siguiente, cuando dotó a la Revolución del sentido martiano de la libertad y de su carácter antimperialista; y lo tenemos que seguir entendiendo nosotros en este nuevo tiempo.