Un domingo, a mitad de la tarde, el paciente se sorprendió por tres «objetos extraños», avistados no lejos de la consulta de urgencias del hospital principal de su provincia.
Eran un caballo con su carruaje incluido—cuyo dueño romanceaba con una novia—, una lata de cerveza en la boca de un bebedor alegre y una camioneta particular con una música estruendosa, al estilo de los bafles más temibles.
El
paciente fue atendido solícitamente con los escasos recursos disponibles en el centro asistencial, mas no pudo olvidar aquellas escenas, que jamás hubiera visto en otro tiempo.
Sí. Resultaba casi una quimera que alguien bebiera alcohol en un hospital —mucho menos a la vista pública— o que surgiera un «diyei», capaz de amplificar siquiera música romántica.
¿Cómo imaginar en otra época, a metros del cuerpo de guardia, a un caballo con necesidades fisiológicas incluidas?
«Se está perdiendo todo», le decía una señora al hombre de esta historia, una frase que pudiera parecer «alarmista», pero que en realidad nos alerta sobre hechos que nos van cercenando, carcomiendo, menguando y hasta sepultando.
Tal vez en otras instituciones lejanas o cercanas a la provincia donde vivo y escribo, Granma, no ocurran hechos similares. Tal vez. Sin embrago , ya en más de una ocasión hemos comentado en este periódico sobre algunas prácticas que se han hecho «normales» en ciertos hospitales, y que en la vida real están muy lejos de la normalidad: desde almohadillas sanitarias o comidas arrojadas a un inodoro, hasta lavamanos y otros útiles robados de los baños, pasando por aquellos que no han dejado de fumar en las escaleras.
Por desdicha hay una cantidad no despreciable de personas que justifica tales desaguisados con las carencias que a diario nos lastiman y zarandean.
Sin embargo, la maleza no necesariamente tiene que ver con el bosque. Lo peor sería que al final termináramos de ver como cosas comunes el «llevar todo» al hospital para que te atiendan, al igual que ensuciar la institución como si no pasara nada. «Debe inquietarnos al límite —hasta conducirnos a la denuncia o el reclamo— todo aquello que pueda asemejarse al cuento del elefante: al principio estorbaba, pero después terminamos aceptándolo. Sería imperdonable que las instituciones vinculadas con el alivio o el remedio de seres humanos se llenaran de «abscesos» y no hagamos, desde todos los niveles, lo suficiente por impedirlo», remarcaba un trabajo publicado en Juventud Rebelde sobre estos aspectos hace diez meses.
De modo que nuestras exigencias diarias de que la sutura, la anestesia, los reactivos o los guantes quirúrgicos… no sean rarezas en nuestros centros de salud deben ir acompañadas por el cumplimiento más elemental de nuestros deberes. Y esto último de vez en vez se tira por la borda.
No basta exigir que siempre nos traten bien o que no falte todo lo que hoy escasea y golpea en salas, laboratorios, consultorios, farmacias, quirófanos… (Cuestiones que merecen una serie de trabajos periodísticos).También hay que educarse, civilizar y civilizarse.
No se puede abandonar la lucha por rescatar los disminuidos servicios de salud, en los que no faltan compraventas bochornosas, pero esa batalla ha de ser en muchos sentidos y a toda hora, sin mirar a un solo lado.