Tubelio vivía orgulloso de su hijo Eulalio, a quien, a la altura de sus 20 años, no había quien le pusiera un pie delante. Se esforzó denodadamente para inculcarle, desde niño, una mentalidad ventajista, exenta de la más mínima compasión.
Fue un aprendizaje basado en despojarlo del amor al prójimo y actuar solo en su beneficio, sin importarle si se trataba de un anciano, un desvalido o una mujer. A todo debes sacarle provecho en tu beneficio, le repetía una y otra vez.
Pero tienes que hacerlo aparentando ser una ovejita, un bonachón, con amabilidad exquisita para ganarte la confianza de aquel a quien vas a convertir en tu víctima. No importa que tengas que invertir un mes o un año.
Ten muy en cuenta que las personas reaccionan de distintas maneras, muchísimas resultan desconfiadas y con ellas hay que hilar fino; son, en verdad, las que ponen a prueba nuestra profesionalidad. Nunca te lances con estas si tienes un enjambre al alcance de la mano, que le regalan su sincera amistad a cualquiera, para no hablar ya de las que personalizan el descuido y la bobería.
Recuerda que cada cual tiene una debilidad en particular por esto o lo otro, y sobre esa base debemos actuar. Si es enfermo a la pelota, éntrale por ahí; si le agrada andar detrás del chismoteo, complácelo; si no soporta hablar de novelones, ni se los mientes, averigua sus gustos, hazle regalos. Estudia bien las relaciones que mantiene en el barrio, quién le cae bien o mal, para coincidir con él, y aprovecha el más mínimo desliz en que incurra para demostrarle que está equivocado y aconséjale cómo debe proceder. Así te ganarás más rápido su admiración.
—¿Me sigues, Eulalio?
Nunca olvides que es vital andar bien vestido, emplear buenos modales, expresar mucha preocupación por cualquier cuestión que afecte a tu presunta víctima y ofrecerle ayuda. Jamás emplees un lenguaje chabacano y mucho menos esa jerga callejera típica de los arrabales.
Sé astuto a la hora de especular para evitar dudas sobre si es o no verdad que posees esto o aquello: Mira, siempre ando con este fajo de billetes en el bolsillo, aunque en realidad son cinco de 500, otros de cien, 50 y la mayoría de 20, diez y cinco. Le dejó apreciar solo fugazmente los primeros y los otros los pasó a manera de relámpago.
¡Ah!, pero cuando los exhibo, intencionalmente, el que los ve piensa que soy un macetón, queda impresionado y se lo cuenta a todo el mundo. Ellos mismos te van creando una fachada positiva.
Frecuenta el lugar adonde van los que pretendes timar. Muéstrate obsequioso, y si los ves titubear para comprar algo, rápidamente ofréceles dinero. Tú sabes, de antemano, que les sobran los pesos, pero ese gesto tuyo de desprendimiento los irá calando.
Hay que tener también habilidad en las manos para mover los billetes. Ven conmigo y fíjate bien. Ese vendedor, que es mi amigo, está atendiendo a muchos clientes a la vez y es el momento ideal para timarlo. ¿Viste cómo le enseñé un billete de cien pesos y en el último instante le pagué con uno de diez?, mientras, para distraerlo, le decía: Salúdame a tu mamá.
Eulalio, haz de inmediato lo que te pido sin chistar. Finge que tienes un dolor muy fuerte en el estómago, quéjate, coño: «¡Ay, ayyyy!» Así, hombre.
—Oye, por favor, para ese carro que mi hijo tiene un dolor… Estamos entrando ya al hospital. ¿Cómo te sientes?, ¡habla! «Me duele un poco menos».
—Déjanos allí frente al cuerpo de guardia. Gracias, compañero, y disculpe la molestia. «Te la comiste, viejo».
—Vamos para casa de Ricardo, que vive a unas cuadras de aquí a tomarnos unos tragos y cuadrar un negocio. «Viejo, pero si tenías la presión por las nubes».
—Olvídalo. Y cuéntame qué pasó con la viejita aquella, la macetona, que estabas engatusando. «¿Sabes?, el otro día dejó la cartera, en su casa, al alcance de mi mano y le tumbé 300 pesos. Cuando regresé me contó que se le había perdido mucho dinero. ¿No sería que, en un descuido suyo, alguno de aquellos vecinos que dejé hablando con usted la robó? “Ay, hijito, si todo el mundo fuera tan bueno como tú”».
—Estás hecho un lince, Eulalio. En cuanto a mí, ayer tuve un buen día. Mira, 20 billetes de cien dólares. ¿Que cómo fue? Una jugadita fácil. «Ah, pues necesito qué me prestes diez para hacer un negocio, te pago intereses si quieres»
— ¿Qué coño te pasa?, ¿acaso piensas tumbarme?
Ante la exigencia de su hijo por una parte del dinero, Tubelio intuyó que pretendía estafarlo, agobiado por la ira, le temblaba el cuerpo, palidecía hasta que de súbito se dobló en el sillón.
—¡Corre, correeee!, busca un carro, llévame para el hospital apúrate…
Eulalio lo miraba inconmovible. Y poco a poco vio cómo se le esfumaba la vida a su padre, mientras este le suplicaba ayuda. Luego, en la funeraria, de vez en cuando acariciaba con la mano el bolsillo donde había guardado los 20 billetes de cien dólares.