Desde hace 65 años Cuba discrepa y busca alternativas a los modelos tradicionales de democracia; ha pasado página de los defensores de la ilusión de que se pueden encarar los problemas nacionales y las crisis con salidas electorales y apuesta porque la gente sienta en su vida cotidiana la utilidad de la política.
Cuba no se apartó de la democracia, como afirman muchos; anda a la búsqueda de un proyecto socialista propio, auténticamente popular a la manera martiana: con todos y para el bien de todos, que es fruto de nuestra realidad sociopolítica y de una práctica históricamente inédita del ejercicio del poder.
Desde el propio orden constitucional, los cubanos apostamos por un modelo de sociedad ajustado a nuestra historia, idiosincrasia y actuales realidades, donde sea posible el desarrollo con equidad y la transformación con justicia social, y desde una armoniosa combinación entre los intereses colectivos e individuales, trabajemos por un país que propicie el desarrollo de ciudadanos más productivos en lo económico, más participativos en la gestión política y más solidarios en lo social. Tras esa aspiración andamos.
El 1ro. de mayo de 1960, en el acto y desfile por el día de los trabajadores, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz definía el deber ser de la democracia revolucionaria cubana, como el gobierno de las mayorías, cuyo pilar fundamental es la participación ciudadana, el derecho de todos a construir la obra común.
Una de las caras más notorias de esa participación la constituye sin dudas el proceso electoral cubano. En Cuba todos los ciudadanos tienen el derecho a elegir y ser elegidos y todos los órganos representativos del poder del Estado son electivos y renovables.
A diferencia de lo que sucede en un gran número de países, el sistema electoral prescinde de los partidos y deja abiertamente a la población la nominación de sus candidatos a delegados, en el caso de las elecciones municipales; y a su sociedad civil, a través de las organizaciones de masas y estudiantiles, la proposición de los posibles diputados al Parlamento.
Consciente de que en cualquier disputa entre partidos, el pueblo queda relegado; nuestro único Partido no postula y los candidatos ni siquiera están obligados a ser militantes.
A partir de los 16 años de edad todos los ciudadanos con derecho al voto son inscriptos de manera universal, automática y gratuita; el voto es libre, igual y secreto y como no hay lista de partidos, se vota directamente por el candidato que se desee.
Cada cinco años se elige el órgano supremo del poder del Estado: la Asamblea Nacional del Poder Popular, una asamblea parecida a su pueblo, en la que el obrero, el campesino, el científico y el emprendedor privado; estudiantes y mujeres, en igualdad de condiciones, aportan, aprueban y proponen por el bienestar social.
Como representación del pueblo y expresión de su voluntad soberana el Parlamento elige entre sus diputados a quienes integrarán el Consejo de Estado, —estructura que le representa entre uno y otro período de sesiones—, y al Presidente y Vicepresidente de la República. Los parlamentarios cubanos no ganan un centavo por serlo, no invierten millones para postularse ni hacen campañas, y periódicamente deben rendir cuentas de su actuación.
En los días de elecciones, el primer acto de las mesas electorales es mostrar ante los presentes las urnas que luego serán custodiadas por pioneros, y una vez decretado el cierre, el conteo de los votos es público.
Más allá de las elecciones, la democracia cubana apuesta por legitimarse en el día a día dando a todos la oportunidad de contribuir, de ser parte; lo mismo con la convocatoria permanente a la ciudadanía para que exponga sus criterios sobre los problemas que nos afectan, aun los más complejos, que desde la posibilidad de participación continuada de todos los sectores de la sociedad.
La sociedad civil adquiere, al menos desde lo teórico, un papel protagónico en la toma de decisiones y puede devenir en fuerza real en el control y fiscalización de los propios gobernantes; una civilidad sui géneris, emanada de la unidad del pueblo en función del progreso social que se defiende desde cuadras, barrios, asentamientos rurales, escuelas y centros laborales.
Seguir las huellas del pueblo, esos son los signos vitales de la democracia cubana. Es la voluntad popular expresada en las diferentes estructuras de gobierno la que ha sustentado al país en sus triunfos, y también la fuente de esas deudas cotidianas, que de cara al futuro nos ponen como sociedad ante el reto del perfeccionamiento constante de sus normas legales, de sus mecanismos de participación.
En tiempos de altos dilemas como los que vivimos, entronizar en su debido rol a la figura del delegado, por ejemplo; que quienes tras las próximas elecciones del 26 de marzo nos representen en el Parlamento, se mantengan verdaderamente conectados, más allá de las reuniones en el Palacio de Convenciones, con las inquietudes y necesidades de las comunidades y sectores de donde provienen, o que quienes dirigen en los municipios, esos que intentamos ubicar en el centro de la gestión gubernamental, hagan del intercambio franco con el pueblo práctica sistemática, son desafíos en los que nos va la credibilidad de esa democracia auténtica que intentamos construir.
En los recorridos de los candidatos a diputados que en estos días tienen lugar en el país, una joven propuesta definía el lograr que cada vez más personas participen en las transformaciones que necesitamos, como el mayor desafío de la Asamblea Nacional que próximamente se constituirá. Sortear con éxito tal reto entraña desterrar las formalidades, los discursos de barricada y los ritos de unanimidad o la ausencia de debate en las discusiones de cualquier asunto sometido a análisis; construir consensos y desplegar más herramientas como el control popular.
Solo así podrá la nación resistir los embates del imperio y encontrar entre todos las soluciones innovadoras a nuestros problemas. Defender con nuestras propias ideas y convicciones la discrepancia cubana, es también proteger la soberanía nacional y nuestra existencia misma como nación.