El 23 de abril de 1616 figura en los anales de la cultura universal como una jornada azarosamente trágica. Ese día —¡vaya con las coincidencias!—, murieron tres íconos literarios: el inglés William Shakespeare, el español Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega.
Como ofrenda póstuma a esos grandes hombres, en 1995 la Unesco eligió al 23 de abril como Día Internacional del Libro, «considerando que ha sido el elemento más poderoso de concentración y divulgación del conocimiento humano y el medio más efectivo para conservarlo en el tiempo».
Los hispanohablantes adoptamos también la fecha para celebrar el Día Mundial del Idioma Español. Porque, ¿acaso no amplió la perspectiva de nuestra lengua esa obra monumental que es El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha? La novela constituye un reservorio capaz de complacer los gustos lingüísticos más exigentes.
Proteger ese patrimonio que es la lengua materna dependerá siempre del esfuerzo de sus hablantes por ejercitarla y nutrirla. Se trata de respetar las normas que permitan expresar decorosamente nuestras ideas, emociones y sentimientos, tanto mediante la palabra hablada como con la escrita, en aras de favorecer la comunicación, incluso en las más peliagudas y heterogéneas circunstancias.
Todavía recuerdo una simpática anécdota que me contó un amigo médico. Acababa de llegar él a una isla caribeña anglófona en menesteres de misión y, deseoso de conocer a su gente, quiso dar un paseo por las cercanías. Pero no reparó en que los lugareños no hablaban su mismo idioma. Cierto mediodía en que la temperatura lo hacía sudar a mares, quiso refrescar y se fue hasta un establecimiento de por allí. El dependiente lo atendió, solícito, pero no comprendió ni media palabra. Mi amigo le hizo señas de que quería algo para beber. El hombre creyó comprender y soltó un «¡ah!», y le trajo un trago doble de ron. Rechazado. Una cerveza con hielo. Rechazada. Una copa de vino. ¡Rechazada! Entonces, exasperado, le dijo bruscamente algo a mi amigo y, con gesto airado, le señaló —«¡please!»— la puerta.
Mi amigo se fue y entró a otro cafetín, pero con igual (mala) suerte. ¡No lo entendían! La expresión en español «refresco frío», o el lenguaje extra verbal que la apoyaba, confundía a sus interlocutores. Hasta que, de pronto —¡eureka!— oyó a su espalda una voz que preguntó en perfecto español: «¿No hay nadie aquí que le dé un refresco frío a este hombre?» Y, a seguidas, lo dijo también en inglés.
Al momento, mi desconcertado amigo tuvo delante de sí el ansiado refrigerio que, con tanta premura, demandaban sus glándulas sudoríparas. El «salvador» se le aproximó con una sonrisa y se presentó. Se trataba de un joven isleño que había estudiado en Cuba y dominaba el español. Mi amigo le agradeció su ayuda y se felicitó por haberlo encontrado.
Cada día crece la presencia del español en los sitios más insospechados del planeta. Hoy lo hablan alrededor de 500 millones de personas, es el idioma oficial de más de 20 países y el tercero en recurrencia en internet, después del inglés (25,2 por ciento) y del chino (19,3). Incluso, en Estados Unidos es hoy la segunda lengua más hablada en 43 de sus 50 estados. Los estudios calculan que para el 2050 habrá en esa nación unos 60 millones de hispanohablantes.
En África lo dialogan en Guinea Ecuatorial, Marruecos y República Árabe Saharaui Democrática. Está presente en la asiática Filipinas. Y en Oceanía se exhibe en Isla de Pascua, que, aunque administrada por Chile, geográficamente pertenece a la Polinesia. ¡Hasta en la gélida Antártida pasea sus encantos! En ese contexto de hielo perpetuo, casi todos los que habitan en sus dos únicas poblaciones civiles se comunican entre sí mediante el idioma español.
La globalización ha convertido al planeta en una Torre de Babel. En un mismo equipo de fútbol se habla en lenguas diferentes y los medios de difusión se publican en varios idiomas. Empero, a cada hablante le toca cuidar la suya, aquella con la que su madre lo arrulló cuando era pequeño o en la que fue escrito el Himno Nacional de su país.
La historia asegura que el rey Carlos I de España (1500-1558) fue un consumado políglota, amén de religioso y devoto de su lengua materna. A él se atribuye esta frase que, en buena medida, sintetiza todas esas características, pero que evidencia su devoción por una en particular. Dijo: «Hablo en italiano con los embajadores; en francés con las mujeres; en alemán con los soldados; en inglés con los caballos; y en español con Dios». Se entiende, ¿verdad?