Estudié en La Habana pero, en contra de todo pronóstico, decidí no quedarme en ella para hacer el servicio social. Me fui a Matanzas, una provincia cercana a la urbe capitalina, desde donde uno puede respirar hondo y sentir ese olor peculiar de la otrora Villa de San Cristóbal de La Habana. Dejé atrás mis visitas asiduas al Teatro Nacional de Guiñol, las colas en la heladería Coppelia, los recorridos por el Paseo del Prado, y bajar con rapidez por la La Rampa para encontrarme con la inmensidad del mar.
Como no es fácil despegarse de esa ciudad, me iba por las mañanas a Matanzas para ensayar en el Teatro Papalote, y regresaba en la tarde noche a la gran urbe. Era 1987 y todavía trasladarse entre ambas provincias era cosa de coser y cantar.
Comenzaron los ensayos y estrenos en la gentil Yucayo, como nombran algunos a la también reconocida como la Atenas de Cuba o Venecia de América. Ir a La Habana comenzó a tornarse más esporádico, hasta que llegaron los festivales de cine y ballet. Hice malabares para estar en ambos lados, cumpliendo con mis responsabilidades profesionales en la tierra del poeta Milanés y escapándome para disfrutar del nuevo cine latinoamericano o ver bailar a Alicia, a las cuatro joyas, a las tres gracias y a los mejores bailarines del mundo de visita en nuestro país.
El período especial empezaba a realizar sus estragos en la cotidianidad de los cubanos. La metrópoli más moderna de la Isla comenzó a alejarse para mí. Una distancia física, no espiritual: ella continuó ahí, haciendo hincapié en mis sentidos, como un amor inagotable y misterioso. Entonces la oportunidad de regresar estaba en los festivales internacionales de teatro y en invitaciones que nos hacían algunas instituciones culturales, compañías colegas habaneras o eventos como la Feria Internacional del Libro de La Habana.
Si un grupo de teatro no se presenta en La Habana, aunque sea una sola vez, corre el riesgo de permanecer invisible, de no integrar el movimiento escénico nacional, de no ser. Puede parecer una exageración, pero es un hecho real, y no le estoy quitando con esta afirmación el prestigio y valor a ninguna otra ciudad.
Trabajar en los teatros capitalinos tiene el sabor del riesgo de quien enfrenta a un público que ha visto de todo, tendencias estéticas que van de la tradición a la vanguardia en cualquier género o arte. Los espectadores son una mezcla de todas las regiones de nuestro territorio, salpicada de miradas foráneas, más la presencia de avezados especialistas de las tablas y de la cultura en general; ellos pueden encumbrar a un conjunto desconocido o destronar a una compañía llena de títulos dorados. En La Habana, como en cualquier otro sitio de Cuba o del mundo, hay que hacerlo todo muy bien para regresar
¡Vamos a trabajar en La Habana! Es la frase de los teatristas que laboramos fuera de sus predios. El teatro es uno de los ritos de los que allí habitan. Es dificil ver un teatro vacío si la oferta es de calidad, y aun no siéndola, el habanero acude a la sala de teatro, curioso de lo que sucede con las agrupaciones del «interior». ¡Vamos a trabajar en La Habana! Ya uno sabe que verá a viejos conocidos, teatristas y artistas de renombre que irán a compartir ese momento único y efímero. Después, a bailar con un grupo musical, escuchar un trovador o un intérprete popular. Hacer tiempo para pasar por el Museo de Bellas Artes, ir al Acuario Nacional, el cine Yara o, simplemente, sentarnos en el Malecón para contemplar el azul y sentir la brisa incomparable de nuestro singular entorno.
Cuando todo termina, uno vuelve a casa sabiendo que el regreso está pactado interiormente. Algo más fuerte que nosotros mismos —tal vez la magia añeja de la Giraldilla, del Cristo gigante en la otra orilla de la bahía, los espíritus luminosos de Martí, Lezama, Dulce María Loynaz o Portocarrero— nos conmina a soñar con la vuelta. La Habana es una novia que espera llena de secretos. Descubrirlos es la misión de los entes mortales, sean teatristas o de otros oficios, para después evocar su imagen en silencio, sus mejores lugares, y mencionar enamorados su nombre aborigen con aroma de tabaco, salitre y galanes de noche.(Tomado de La Jiribilla)