Aún conservo en la memoria un jocoso pero agudo comentario de un colega granmense, Armando Yero, que él tituló «Hágalo en casa». En esas líneas el periodista advertía sobre la tendencia de algunas personas a expulsar sus líquidos en lugares públicos, con pretextos veraniegos o carnavalescos, impulsados por la célebre cerveza de termo y otras bebidas afines.
Con cierta pena ahora caigo en la cuenta de que han pasado ya 23 años, en los que abundaron alertas parecidas. Sin embargo, ese «regadío» impúdico, lejos de haber disminuido, parece multiplicarse y convertirse en rutina para muchos individuos y hasta «individuas».
Si aquellas líneas hablaban de épocas de festejos masivos, en las que portales, bancos de parques, esquinas sagradas de nuestros pueblos... amanecían pestilentes por la evacuación desvergonzada de ciertos «ciudadanos» —si así pudiera llamárseles—, hoy podemos acentuar que en cualquier etapa, más allá de la fiesta, la espumosa o cualquier trago pendenciero, existe esa propensión insolente a «hacer aguas menores» a pleno sol.
Incluso, ha pasado a ser un acontecimiento tolerable por la mayoría que determinados puntos de pueblos y ciudades soporten a diario la lluvia fisiológica o que otras modalidades de colocar desechos, no precisamente líquidos, se estén imponiendo con su correspondiente hedor.
Una arista de este asunto debe llevarnos a meditar con seriedad: varias de estas «inundaciones» se producen en áreas cercanas a terminales, las cuales —mal o bien— cuentan con baños.
Y ya que toco el tema, espero que la crisis mundial u otros eventos ligados a la economía no sigan disparando el precio del orine, pues hasta hay que pagarlo dentro de los locales en los cuales se abonó mucho dinero por un supuesto servicio.
Por otro lado, también es una verdad como roca que en nuestras ciudades no existen los suficientes baños públicos, ni para el apurado ni para el visitante —me sorprendió hace poco ver varios en el bulevar de Santa Clara— y que esa carencia empuja a acudir a las esquinas o columnas.
Ojalá algún día pudieran poblarse de esos recintos para las necesidades urgentes. Mas, mientras tal paso llega, deberíamos preguntarnos por qué se ha afincado la permisividad colectiva respecto a estos hechos.
Por aparentes «asuntos sin importancia», como el mencionado, se filtra y se expande la llevada y traída indisciplina social, un término nada abstracto, como a veces creemos.
En todo caso, sería infernal que el pudor, del que tanto nos hablaban nuestros antepasados, se vaya extinguiendo por un chorro golpeador de la moral y la conciencia. ¿Cuestión de puritanismo? No lo creo. Y lo niego porque otrora, cuando hipotéticamente la educación y el civismo estaban menos entronizados en nuestra cotidianidad, era muy difícil que un jardín céntrico se mojara cada día de líquidos desechables de las personas, porque estas aguantaban todo lo posible hasta llegar al matorral más apartado.
Y era casi imposible ver a alguien a plena luz depositando su amarillez líquida o sólida frente a cualquier pared, como sucede ahora.
En todo caso, serían insuficientes las exhortaciones, como aquella del periodista de marras de «hacerlo en casa»; tampoco alcanzarían miles de reportajes sobre la decencia, el respeto a la propiedad ajena y las maneras de hacer pis y pos.
Lo cierto es que, al final, resultará preciso colocar para siempre en la cabecera de la sociedad una alerta de Lucio Anneo Séneca, aquel famoso filósofo romano, que hace más de 2 000 años nos remarcó para la posteridad la importancia de los buenos hábitos y sentenció que el peor escenario para remediar lo torcido sobreviene «cuando los vicios se convierten en costumbre».