Nadie se engañe: pese a sus fusiles en desventaja, pese a la sorpresa de la no sorpresa y el revés en la acción, ellos portaban el poderoso arsenal de la edad. Promediaban 26 años. Juntos eran destruibles… pero inderrotables. Con 17, Pablo Agüero era uno de los más bisoños y pasó la prueba de los tiros: solo cayó, asesinado a sangre fría, cuando del combate quedaba apenas el eco inmenso que, desde Santiago, gritó la gran noticia de Cuba: ¡asaltaron el Moncada!
Fidel, que estaba a 18 días de cumplir sus 27, había involucrado en el plan a unas 158 personas. De ellas, 121 no habían llegado a los 30 años. ¿Qué coraza tendrían esos jóvenes que, cual Ulises de oídos encerados, soslayaban los toques del carnaval más célebre del país para sumergirse en una «música» distinta que en un compás podría llevarles la vida?
Eran los jóvenes del Moncada. Haydée, que tenía 29, declaró tiempo después que fue al asalto con las personas que más amaba, y en su testimonio relató las risas, los cuentos, las bromas y el café de esa medianoche que preludió «las peores, más sangrientas, más crueles, más violentas horas de nuestras vidas».
¿De qué fibra estaba hecha esa cubana brillante y callada? Seguramente, de la misma que Melba, quien al llegar con ella al cuartel, a sus 31, vio primero que a nadie, disparando, a Boris Luis, el novio de su amiga, que tenía 24 años y que entre rafagazos hizo un instante para saludarlas de lejos. ¿Habrase visto detalle mayor?
Esos muchachos fueron, también, la revelación del Centenario. Ahí está Abel, puro talante a los 25, prohibiéndoles a Haydée y a Melba morirse, «porque alguien tiene que contar…»; Abel, quien soñaba irse a vivir a Santiago «cuando acabe esto»; Abel, el disciplinado, que sin embargo se enfrascó en un duelo de titanes con Fidel… por ocupar el puesto de más peligro. ¿Qué textura patriótica cubría aquellos cuerpos?
De esa mezcla de tabaquero y mambí salieron hombres como Elpidio Sosa y Fernando Chenard Piña, quienes vendieron su empleo de gastronómico y su laboratorio fotográfico, y como Jesús Montané y Pedro Marrero, que dedicaron sus ahorros no al goce sino a la pelea. Haydée lo contó: «Para comprar balas había que dejar de comer».
¿Cuántos años tendría el redactor del Manifiesto a la nación; el poeta cívicamente inspirado del Ya estamos en combate? Contaba 24 Raúl Gómez García, el joven sensible que, en cambio, desde el 24 de julio le oscureció todas las noches a su madre: le dijo que no regresaría a dormir y, después del asalto y la masacre, le acuñó el dolor con una nota: «Caí preso, tu hijo». ¡Qué enorme poema, Raulito!
Con 22 años, otro Raúl, que hoy mismo está pendiente de los signos del Moncada, integró el grupo que tomó el Palacio de Justicia santiaguero a la espera de señas nuevas de su hermano de cuna y causa. ¿Qué criollísima fórmula explica la salvación del legado?
Se ve siempre en días como hoy: aunque muchos cayeron, pocos callaron. Siguen armándonos trillos para los días de hoy. Después de la vergüenza, porque en combate murieron menos asaltantes que soldados, pese a que eran 131 contra mil, Batista dio la orden: matar a diez revolucionarios por cada casquito muerto. Brotó la sangre, pero no el olvido.
Camino a otro centenario, José Martí sigue inspirando revelaciones de buenos cubanos. El Apóstol guía los asaltos grandes y chicos de cada día y sabe que, para lograrlos, otras generaciones suman, a los grabados en los muros del Moncada, los tiros nuevos.