Es un tejido sentimental invisible el que teje la cabeza de familia. En torno a esta matriz simbólica van conformándose las relaciones de poder y benevolencia de ese contexto. Por su guía se rigen varias generaciones de parientes, sin que su influencia sea tan perceptible y evidente. Y pueden transcurrir años sin que cambie esta armonía diaria. Pero, ¿qué pasa cuando este ser todopoderoso ya no está para establecer un orden?
En el pasado Festival Internacional de Cine Latinoamericano uno de los cortometrajes cubanos presentados reflexionaba sobre este asunto. Nube era el título de la cinta realizada por el joven cineasta Marcel Beltrán y dejaba varias preocupaciones en el ambiente en sus minutos de duración.
Una familia en perfecta estabilidad y paz veía emerger los conflictos que andaban por las profundidades de sus relaciones, apenas el padre y el abuelo de todos fallecían. No se trata de una inquietud nueva de estos tiempos, aunque llame más la atención ahora, cuando continúan apremiando las dificultades materiales y universalmente nos golpea una crisis de valores.
¿Por qué el respeto cultivado durante años puede desaparecer en minutos apenas falte su precursor? ¿Será que tanta ecuanimidad era solo cuestión de apariencias y temor a una autoridad superior? ¿Cómo hacer que perduren los cimientos de una familia más allá de la vida de su fundador? ¿Qué mágicas recetas se pueden seguir para no dejar caer por el barranco toda una obra de dedicación y cariño?
Cierto es que la familia crece, las esencias se diversifican y los contextos cambian. Las individualidades que en la niñez resultaban más homogéneas, van perfilándose y pueden desembocar en verdaderos mundos opuestos. Y donde antes convivían dos hermanos pequeños en perfecta paz, pueden encontrarse ahora dos criaturas lejanas que poco hacen por acortar distancias.
También se impone el hecho de que los tiempos marcan su ritmo y el ambiente dicta sus leyes. Ya pocas personas se resignan a someterse a las normas familiares, si su visión del mundo poco tiene que ver con la carga de enseñanzas que traen desde la cuna. Claro, las épocas cambian y los patrones de ayer pueden hoy parecer sombras.
Lo puro, las mejores enseñanzas, debe tener su autoridad más allá de cualquier resquicio. Y este es un empeño en el que se nos debe ir la vida, si fuese necesario, porque representa la prueba de cuán coherentes somos.
No son pocas las familias que hoy vemos desmoronarse detrás de la partida de un ser amado. No hay por qué convertir cualquier proceso posterior a su ida en un asunto traumático. ¿Que hay bienes que dividir? Se dividen. ¿Que hay asuntos que zanjar? Se conversan. ¿Que hay verdades que poner sobre la mesa? Se debaten. Pero no puede faltarse a la ética que nos hizo personas ni al honor que nos diseñó un futuro.
Quien sea que lo edificó todo y hoy ya no está, debe sentirse feliz —desde donde sea que ande— al ver a los suyos andar por la ruta del bien. Esa es una deuda eterna que siempre nos debemos para con la cabeza de familia.