Usted tiene todo el derecho de salir a la calle con un vestido plateado a las nueve de la mañana o a personarse en algún lugar público llevando un short o camiseta. Yo, en cambio, tengo el derecho de opinar. Pero no, no hay por qué ponerse a la defensiva. Opinar no es arremeter.
Así le aclaré a un colega quien, luego de oírme comentar sobre algunos ejemplos de este tipo, se erigió en abogado a ultranza con una frase tan socorrida como tramposa: «Que cada cual viva como quiera».
Sí. Es soberana prerrogativa de cada cual presentarse en público como desee; elegir, según sus preferencias, la música que escuchará, los adornos para su sala, las posturas y palabras que empleará en cada ocasión. Creo que nadie —salvo cuando algo de lo anterior atente contra el orden social— puede dictar sentencias en esa dirección. No hay leyes contra el buen o mal gusto.
Las inclinaciones estéticas de cada cual no solo no pueden dictarse por resoluciones o normativas, sino que tampoco deberían ser objeto de burla o crítica implacable. Antes de soltarle la risotada en la cara a aquel por su ridícula vestimenta; antes de gritarle desde el balcón «¡chea!» a aquella otra, tendríamos primero que detenernos a pensar que es su legítima voluntad, respetársela y después, quizá, cederle el paso a cierto sentimiento de pena por tales decisiones.
Esas inclinaciones han sido por la ausencia de una buena educación estética, científicamente concebida y encauzada. En su defecto, otras variantes se ocuparon, espontáneamente, de moldear gustos: desde las importantes influencias familiares, los contextos hogareños, laborales, urbanísticos, pasando por las ofertas de nuestras tiendas, los mensajes televisivos… en fin, la realidad toda.
No creo que sea suficiente pensar o comentar por lo bajo «pobrecito» o «pobrecita» al ver pasar tales adefesios.
Tampoco veo mejor solución en aquello de «déjalo o déjala vivir». Ambas son posturas egoístas, al menos cuando se tiene la posibilidad concreta de influir, de ayudar.
Hablamos hoy de una cruzada por la cultura, y a más de un entendido he escuchado opinar que los buenos modales (¿educación formal?) y el buen gusto son parte inseparable de una persona culta. Eso no solo se aprehende; también se aprende, se encauza.
Deberíamos en algún momento decidirnos a aunar voluntades también en esta dirección, que es en definitiva el sentido de lo bello. Los avances culturales que pueden lograr las clases televisivas, entre ellas las de Apreciación Musical o de las Artes Plásticas, se ven limitados si después por los medios nos bombardean musicalmente con «mamita quiere que le den» o «chupa, chupa el pirulí»; si en las tiendas se ofertan cuadritos con jovencitas a medio vestir para que presidan nuestra sala, el comedor o la oficina. Eso por no hablar del vestuario en venta.
Si lamentable resulta ver a los clientes «usuarios» tan satisfechos con sus adquisiciones, igual lo es escuchar a los admiradores: «¡Qué finooo!». Da tristeza constatar cómo incluso algunas de estas equivocaciones empiezan a ser acuñadas como hábitos o tradiciones. Así, el fotógrafo de bodas coloca en pose, ya casi mecánicamente, a los recién casados sobre el lecho del dormitorio que el Palacio de Matrimonios habilitó en su propia edificación para estos menesteres; el de quince le pide a la muchacha que asome algo más la pierna entre la toalla que la envuelve, mientras mamá y papá contemplan la escena con lágrimas de orgullo y consternación…
Haría falta, sí, una coherencia en el accionar, un convencimiento por parte de todos los que pueden intervenir con sus decisiones, porque votar por el buen gusto y socializar también la belleza no es cuestión de diletantes o filántropos, o un rezago. Es ayudarnos a vivir mejor y a construir de modo más enriquecedor y humano este presente nuestro.