No existían apellidos italianos de por medio, nada de Montescos ni Capuletos. No fue una novela ambientada en la bella Verona, ni las escenas correspondían a la archiconocida historia de Shakespeare. Quizá el final no concernió a fatalidades compartidas, pero no fue menos intenso y dramático que el relato de amor del teatro isabelino.
Corría el año 1935 o 1936 y cuentan que sobre el Parque de la Independencia, en plena ciudad de Pinar del Río, literalmente llovían flores. No era imaginación, ni siquiera historias salidas de ocurrentes novelistas, no era un Macondo repetido en el occidente cubano.
En verdad, caían pétalos del cielo. Algunas flores se mecían atrapadas en las ramas de los árboles. Otras coronaban el techo de la glorieta y unas pocas, las más importantes, terminaban en manos de Zenayda Ruiz, la hermosa estudiante de la Escuela Normal para maestros y maestras.
Tuto Vázquez, joven militar, deportista, enamorado como un loco de la linda manceba de la calle Martí, pasaba con su avioneta, daba vueltas de aquí a allá, hacía piruetas para divertimento del pueblo y de la estudiantina. Y como colofón, arrojaba sobre el céntrico parque una lluvia de flores para su amada en un saludo de buenas tardes, tal y como se lo había prometido en un juramento de amor.
La oposición de los padres de la joven sazonó la historia —¿cuándo no ocurre esto?—, más si se le añade la aureola de conquistador que poseía el atlético muchacho. Pero no fue discordia familiar o negativa de la joven lo que impidió consumar el amor.
Tuto murió en una de sus tantas maniobras aéreas. No lo hizo incrustado contra la propia glorieta del parque o en algunos de los resquicios de la Colonia Española, como muchos pobladores temían ante los incesantes riesgos por agradar a su enamorada. Fue por allá, por las comarcas orientales, en unas de sus acrobacias.
Zenayda no iría al sepelio. Dispuesto el cadáver, Tuto pasaría su última tarde a solas en la funeraria de Monteserín. Muchos comentaron las causas de la ausencia, pero la bella Zenayda ni por asomo despidió a su novio de aquella suerte ingrata. Como era usual, el cortejo fúnebre comenzó el viaje hacia el cementerio metropolitano. El recorrido, inevitable, pasaba por el mismo frente de la casa de los Ruiz.
Nadie dio crédito a lo que ocurrió después. El auto que abría el cortejo y donde se llevaban los restos del joven aviador, obstinado, se detuvo en seco ante la misma puerta de la joven maestra. En signo de protesta no quiso echar a andar de nuevo. Cuentan que hasta le pidieron a Zenayda que saliera al portal. Ella no apareció.
Nunca se supo qué ocurrió en realidad y por qué obra divina el carro se detuvo en ese exacto lugar. La fábula, el mito, la historia de año en año se alimentó, se trocó y hasta se llegó a asegurar que Tuto se levantó de la caja, que su aureola fantasmagórica acompañó en vida a Zenayda. Pero quien sí no halló explicación alguna a lo sucedido, fue el chofer del carro fúnebre. Cuando pudo pasar el féretro a otro vehículo, para poder continuar viaje, quedó atónito. El primer auto echó a andar sin dificultad alguna. Tuto ya había cumplido su promesa: le había deseado las buenas tardes a Zenayda, en esta vida y aun en la otra.